Ciudad, capitalismo y trabajo: ensayo acerca de una clínica de la experiencia
Priscilla da Silva Faria1, Sonia Regina Vargas Mansano2
Universidade Estadual de Londrina
Resumen
Es notorio que actualmente el trabajo inmaterial ganó relevancia en la orden de la economía capitalista. Ese modo de organización laboral acciona una gama de componentes subjetivos, siendo cada vez más común la aparición de cuadros de sufrimiento psíquico recurrentes de la excesiva solicitud de cuestiones afectivas. Esta investigación teórica buscó discutir críticamente las prácticas de la psicología clínica, analizando la emergencia de cuadros de sufrimientos como consecuencia de las experiencias de los trabajadores en la producción inmaterial. Como resultado, entendemos la clínica como una práctica de variación, teniendo en cuenta que el encuentro clínico no es otra cosa que las posibilidades de variar las experiencias de sí. Como resultado parcial, constatamos que el trabajador puede tener en la práctica clínica una aliada de las conexiones entre su cuerpo y las experiencias afectivas, ampliando las posibilidades de experimentar la alteridad, la creación y la diferencia.
Palabras clave: experiencia, trabajo inmaterial, clínica
Abstract
It is obvious that, in contemporary times, the immaterial labor gained relevance in the order of the capitalist economy. This mode of labor organization triggers a range of subjective components, being increasingly common the appearance of psychic suffering arising from hipper solicitation of affective dimensions. In this sense, the present theoretical research sought to critically discuss the clinical practice. For this, releasing other perspectives to analyses the emergence of this scenario suffering of the workers in the immaterial production. As result, we understand the clinic while varying practice, considering the clinical encounter is not anything other than the possibilities to vary the trials themselves. As a partial result, we found that the employee may have in clinical practice an ally of the connections between your body and the emotional experiences that you follow, extending the possibilities of experiencing otherness, the creation and the difference.
Key words: Experience; Immaterial labor; Clinic
Introducción
Nunca había sido tan intensa la relación que el capital construye con la vida que experimentamos en la actualidad. En esta relación, tanto la vida como el capital dibujan sus formas en una especie de laberinto, con pasajes confusos, donde no se sabe con certeza quien invierte lo que, teniendo en cuenta que la vida no es sólo objeto de explotación por el capital, pero se convirtió en sí misma en un capital. Sin embargo, de esta relación tensa también emergen desviaciones, interrupciones y aberturas para otros ensayos que no necesariamente son recorridos por el tamiz del beneficio. Esto es lo que aquí se denomina como “experiencia clínica”. Sin embargo, antes de problematizar esta dimensión de la clínica, tenemos que atravesar parte del laberinto, para entender, al menos parcialmente, aquello que es uno de los principales objetivos del capital: el trabajador inmaterial que vive en el espacio urbano.
El capitalismo industrial de los siglos XIX y XX tenía en sus bases un modelo de fabricación situado en el capital cuantitativo y material. De manera casi literal “tiempo era dinero”, siendo medido en la relación entre la unidad del producto y la unidad de tiempo. Para que ese modo de producción fuese fortalecido y produjese en su máxima fuerza, se requería de los trabajadores disposición y habilidades físicas para obtener el mejor rendimiento posible. Integrado a la maquinaria de fabricación, el proceso de producción se fragmentaba en tareas en las cuales cada trabajador era responsable de un fragmento de actividad que le era designado previamente. Esa forma de producción segmentada destacaba como características diferenciales la repetición y la obediencia, que puso en circulación algunos componentes de subjetivación ligados a la disciplina de los cuerpos. Tal empresa restringía la dimensión creativa del trabajador y limitaba sus posibilidades de creación y autonomía.
La inserción de las nuevas tecnologías en el proceso de producción, que ha tenido lugar desde la segunda mitad del siglo XX, transformó el paisaje del trabajo y las relaciones entre la actividad y trabajador. En esta transición del régimen industrial para un nuevo tipo de capitalismo, el globalizado, otras maneras de organizar y administrar las empresas han tomado forma y ahora el repetitivo “tic-tac” del reloj, que acuñó y anotó la velocidad de la producción del trabajador, está obsoleto frente a las nuevas exigencias planteadas por el capitalismo, cada vez más centrado en la expansión tecnológica, pero también afectiva. El nuevo contexto reconfigura la producción, alcanzando en su mayoría a los trabajadores. Ahora, no sólo el cuerpo físico es utilizado para animar la acumulación de capital, sino también el conocimiento, el poder de creación y de los afectos de los trabajadores. En el régimen fordista, los trabajadores apenas se convertían en “operacionales después que eran despojados de los conocimientos, habilidades y hábitos desarrollado por la cultura diaria y sometidos a una división parcelada del trabajo” (Gorz, 2005, p. 19). Ya en el contexto pos-fordista, ellos “deben introducirse en el proceso de producción con todo el bagaje cultural que adquirieron en los juegos, deportes de equipo, en las luchas, conflictos, actividades musicales, juegos, etc.(…) Es de su conocimiento vernacular que la empresa post-fordista puso a trabajar, y explorar” (Ídem).
Diferente de la maquinaria industrial de la época, que limitaba la acción de los trabajadores a lo que ya estaba prescrito y disminuía sus posibilidades de crear dentro del trabajo, las nuevas tecnologías tienen carácter informativo, de modo que el trabajador ya no sea más sumiso a la máquina. Por el contrario, él es invitado a interactuar con la misma en un proceso de conocimiento acumulado, a través del cual el conocimiento engendra más conocimiento. Este mismo escenario permitió la descentralización y el desplazamiento del propio trabajo, que ya no se centra más en el suelo de las fábricas o entre las paredes de las empresas. Con el advenimiento de la tecnología, el trabajador se ha vuelto flexible y puede realizar sus tareas laborales en espacios que, hasta entonces, huían de la producción estándar, tales como, por ejemplo, en su propia residencia. En este sentido Hardt y Negri (2005) afirman que
La tendencia a la desterritorialización de la producción es aún más pronunciada en los procesos de trabajo inmaterial, que implican la manipulación de información y conocimiento. Procesos industriales pueden realizarse de manera casi totalmente compatible con las redes de comunicación – para las cuales ubicación y distancia tienen una limitada importancia. Los trabajadores pueden permanecer en casa y tener acceso a la red. El trabajo de producción informativa (tanto de los servicios como de los bienes durables) se basan en lo que puede llamarse cooperación abstracta (Hardt & Negri, 2005, p. 216).
Otras posibilidades fueron abiertas y nuevos modos de experimentar las relaciones con la vida, las ciudades y la experiencia de trabajo fueron creados. Ahora, se moviliza la subjetividad de los trabajadores cuando se produce. El conocimiento se hace la principal fuerza productiva y, así, nos convertimos en blancos privilegiados de intervenciones por parte de la sociedad capitalista. Del trabajador deberán solicitarse habilidades como conocimientos, destrezas sociales, confianza, comunicación y cooperación. Cada uno de ellos puede ser entendido como facultades subjetivas que son capturadas y anexadas a la complejidad del proceso de organización de la producción. De esta manera:
El modo de realizar las tareas, no pudiendo ser formalizado, no puede tampoco ser prescrito. Lo que está prescrito es la subjetividad, es decir, exactamente esto que sólo el operador puede producir cuando “se da” a la tarea. Las cualidades imposibles de demandar, y que son de ellos esperadas, son el discernimiento, la capacidad de enfrentar lo inesperado, de identificar y resolver problemas. La idea del tiempo como estándar de valor ya no funciona más. Lo que cuenta es la calidad de la coordinación (Gorz, 2005, p. 18).
La autonomía, el conocimiento, la comunicación, la sensibilidad, la percepción, la creatividad, el deseo, los afectos y sentimientos, todo eso hace de la vida su dimensión más amplia y creadora. Hoy en día, cada una de estas dimensiones produce y mantiene el capital en el nuevo orden de la producción inmaterial. Tenemos, entonces, lo que Foucault llama “biopoder”, es decir, el poder ejercido sobre la vida, que se convierte en el control del funcionamiento y de la actuación de los cuerpos, para la gestión y regulación de la población y que “fue un elemento indispensable para el desarrollo del capitalismo, que sólo podría ser garantizado a expensas de la inserción controlada de los cuerpos en el aparato de producción y mediante un ajuste de los fenómenos de población a los procesos económicos” (Foucault, 1979, p. 132). Se configura, entonces, un nuevo poder que invierte “la vida, de arriba a abajo” (Foucault, 1979, p. 131) y que, atado a la lógica de la producción inmaterial, difumina los límites antes muy bien trazados, como las nociones de tiempo y espacio, y las divisiones modernas entre la hora de producción y el tiempo de ocio. Es en este sentido “de ahora en adelante, no es más posible saber cuando estamos ‘fuera’ de la obra que somos llamados a realizar. En el límite, ya no es más el sujeto que se pega a la obra; más que eso, es la obra que se adhiere al sujeto” (Gorz, 2005, p. 22).
Inmerso en un sistema de producción que tiene sus fundamentos en la comunicación rápida y en el intercambio de información casi inmediato, tenemos cada vez más tecnologías que nos unen por redes interactivas, como es el caso con el teléfono celular y ordenador portátil con acceso a la internet, que modifican las relaciones y percepciones del tiempo y del espacio, dictando un nuevo ritmo a la producción urbana. Esto hace aún más complicada nuestra relación con el “enciende y apaga” entre trabajo y vida cotidiana. En este escenario, “el nuevo capitalismo en red, que ensalza las conexiones, los cambios, la fluidez, produce nuevas formas de explotación y exclusión, nuevas élites y miserias, y en particular un nuevo cierre a la angustia – le da parada” (Pelbart, 2003, p. 21).
Nos llama a la atención el hecho de que es cada vez más frecuente escuchar quejas de los trabajadores que declaran: “Estoy agotado” o “No puedo apagarme”, aludiendo a su relación con el trabajo. Estas declaraciones a veces terminan siendo banalizadas en medio del ritmo frenético que es valorado por la producción capitalista. Forjando contornos de libertad, flexibilidad y autonomía, es arrojado un montón de abusos e invasiones de tiempo libre, llegando a ser cada vez más común la aparición de cuadros psicopatológicos ocurridos por las relaciones de trabajo.
En el contexto del trabajo material era más fácil detectar las fuentes de sufrimiento, porque las patologías que comprometían el rendimiento de los trabajadores alcanzaban, en la mayor parte, el cuerpo físico, pudiendo ser vistas casi a “ojo desnudo” o detectadas por exámenes médicos que fácilmente señalaban el origen de la patología, haciendo que el tratamiento fuera dirigido con la ayuda de medicación y/o la retirada de deberes.
Ya en el contexto del trabajo inmaterial, justo por no envolver sólo habilidades físicas, sino también de las relaciones sociales y del afecto en sus más variadas composiciones, muchas veces no es posible visualizar ni detectar los estados de agotamiento psíquicos, así como sus efectos en los cuerpos y en las relaciones laborales. Como agravante, todavía tenemos una herencia moral en la sociedad, que en el caso de estos trabajadores se hace aún más evidente, pues, además de la falta de información, las quejas de estos trabajadores generalmente son tratadas con desprecio por el equipo de trabajo y a veces por parientes, siendo estos trabajadores gravados como “perezosos” e “inoperantes”. De ahí a la aparición de la angustia emocional estamos a sólo un paso.
Esta situación nos hizo cuestionarnos acerca de cómo la psicología clínica recibe al trabajador en sufrimiento psíquico y es ahí donde entra en juego un interrogante sobre la práctica y los desafíos de la clínica contemporánea. Al final, ¿cómo recibir este cuerpo en sufrimiento? ¿Cómo dar expresión a este cuerpo se(parado) de su potencial? Es en este sentido que las experiencias de la vida urbana en su interfaz con el capitalismo ponen nuevas cuestiones a la clínica. Pero, antes de entrar en estos asuntos, entendemos necesario definir lo que estamos llamando de práctica clínica.
La clínica desde una perspectiva histórica
Históricamente la psicología clínica tiende a dedicarse en un plan más individual y patologizante que, en parte, se explica por su propia historia de consolidación como ciencia. Esta, desde su origen, ha adoptado como parámetro el modelo médico, fácilmente percibido cuando nos encontramos con las nociones de curación, de enfermedad y de psicopatología que cruce sus prácticas hasta hoy (DELHI, 2008).
Guiados por el proyecto de una ciencia experimental cartesiana, la psicología nació en una política higienista burguesa que dio a aquellos que estaban al margen de su proyecto moderno el estatuto de anormal y que, por lo tanto, debían ser tratados, ajustados y reintegrados. Este ideal normalizante de curación y adaptación dirigido al “desviado” aún era fusionado a la noción de control y predicción del comportamiento, dibujando un plan donde la clínica psicológica construiría sus pilares y que, junto con otros discursos científicos, era responsable de producir, clasificar y normalizar el individuo. Así que la psicología y:
todas las ciencias, análisis o prácticas con radicales “psico” tienen su lugar en esta transformación histórica de los procesos de individualización. El momento en el cual pasamos de los mecanismos histórico-rituales de formación de la individualidad a los mecanismos científico-disciplinares, en que el normal tomó el lugar del antepasado, y a la medida, el lugar del status, reemplazando así a la individualidad del hombre memorable por la del hombre calculable, ese momento en el cual las ciencias del hombre se tornaron posibles, es aquel en el cual fueron puestas en funcionamiento una nueva tecnología del poder y una otra anatomía política del cuerpo (Foucault, 1977, p. 171–172).
Una de las pretensiones de este proyecto moderno fue hacer que el individuo fuera reconocido como “portador” de un “yo”, igual a los demás delante de la ley, pero que es único en sus cualidades, habilidades y opciones. Desde esta perspectiva, es sólo suya la responsabilidad por los cambios y por la ascensión en la jerarquía social actual, puesto que, supuestamente, serían sus características y esfuerzos individuales lo que definirá su lugar. De esa manera, el individuo, entonces, se convierte en objeto de intervención política moral que comenzó a difundirse a medida que cambia para el “yo” la responsabilidad del éxito o fracaso en el nuevo orden de producción.
Así, el carácter procesal e impredecible de la producción de los modos de vida termina siendo ignorado en favor de metas y objetivos que son perseguidos de manera incuestionable para lograr estatus, destaque o cualquier atributo que les concedan una (pseudo)potencia en la jerarquía social y laboral. La paradoja entre “estimular la diferencia” estableciendo las “metas que deben ser obedecidas” haría del rendimiento individual el marcador de la identidad de este “yo”, tornándole plenamente responsable por sus acciones, éxitos y fracasos. Se podría decir, incluso, que sentimientos como la culpa y la vergüenza se manejaron ampliamente en la economía capitalista para promover la regulación y el control de los trabajadores individuales, siendo estas también cuestiones históricamente explotadas por la clínica.
De hecho, ligada a la noción moderna de identidad y a su modo binario de exclusión (interno/externo, loco/sano, incluido/excluido), aprendemos a tener como referencia la búsqueda de las profundidades (la verdad del yo) y devaluar las superficies (mutaciones complejas y fluidas), como si el humano trajera con ello un “fondo” revelador, que definiría su supuesta esencia y, así, respondería a la pregunta de identidad ampliamente compartida en el social: Después de todo, ¿quién soy yo? La respuesta “correcta” apaciguaría, supuestamente, las angustias y los sufrimientos. La clínica, cuando sigue esta misma óptica —comprometida con la individualización moderna— se convierte en un espacio privilegiado para la procura de este “yo” a ser revelado, que reteñiría las verdades ocultas sobre sí mismo y que sólo sería posible conseguir a través de los conocimientos y prácticas “psi”. Para eso, el saber que la psicología acumula bajo el sujeto es a cada momento legitimado por discursos que se difunden por el tejido social, abarcando el conocimiento médico, educativo, militar o el propio saber del sentido común presente en las conversaciones cotidianas, pero que, de alguna manera, buscan el ajuste y/o la cura, apuntando la psicoterapia como la gran salvadora de aquellos que no “se adaptan” al actual sistema de producción. Sobre eso, Prado y Trissoto dicen:
Como ciencia, o como conjunto de saberes y prácticas sobre el sujeto, ella tiene el poder socialmente reconocido de enunciar la subjetividad, decir quién son los individuos, quién somos nosotros; no en tanto, ella siempre enuncia como sujetos de la norma, referido a ella, en comparación con otros tipos de sujetos como nosotros, marcando y nombrando las desviaciones en términos de medidas, curvas, conductas inadecuadas o no, sancionadas o no, cuando no, patologizadas. Esta es la visibilidad social de la psicología, por ejemplo, cuando emite informes y dictámenes indicando características, funciones, responsabilidades y la propia normalidad de los sujetos, técnica y documentación que apoya las decisiones de la familia, las decisiones médicas, de escuelas y práctica profesional, sirviendo hasta como base para las decisiones judiciales que involucran la vida de los sujetos (Prado & Trissoto, 2007, p.12).
Históricamente, es evidente que las existencias son sofocadas en nombre de la salud del cuerpo y de la verdad, asignando una supuesta totalidad y estabilidad para el individuo, y negando, así, el carácter procesal de un ver-a-ser que es intrínseco a la vida. Son hechos diagnósticos, clasificaciones, contrastes. Se legitiman los aplicativos técnicos en nombre de la sanidad, de la higiene y de la moralidad, tendiendo a sofocar las formas experimentales de la existencia y cualquier chispa posible de resistencia. Incluso hoy, cuando las discusiones sobre las prácticas clínicas ganan más espacio en los programas de cursos de graduaciones y entre los profesionales, es todavía común la reproducción de posturas que positivan prácticas basadas en la lógica moderna hegemónica (interior-exterior, normal-anormal, incluido-excluido).
Sin embargo, el campo clínico ha sido llamado a recibir nuevos problemas en la medida que una serie de expresiones del sufrimiento, experimentación y dolor surge de modo que se hace imprescindible la discusión, revisión y reformulación de las intervenciones “psi” en sus aspectos epistemológicos y prácticos. Fue en consonancia con el análisis histórico de este escenario mutante que logra el ciudadano y, de modo particular, el ciudadano trabajador, que esta investigación emerja y busque pistas para pensar las nuevas posibilidades de practicar la clínica. En este sentido, quizá sea necesario, con cierta urgencia, poner en cuestión nuestras especialidades y algunas reglas de escuchas / discursos / prácticas que atraviesan la clínica desde su nacimiento. Siguiendo estas pistas, intentamos cartografiar nuevos paisajes, que aquí llamaremos “clínica de la experiencia”.
Esbozando una experiencia clínica: los desafíos de la vida urbana
Hace mucho tiempo que en nuestra sociedad es atribuida poca importancia a la potencia del cuerpo y a sus variaciones. En el régimen de producción material, el cuerpo ganaba especial atención por parte del sistema económico capitalista, que depositaba gran valor a la capacidad física productiva y su hacer mecánico. Dicho valor, sin embargo, es anunciado en el día a día cuando hablamos, por ejemplo, de “mano de obra”. Si consideramos esta expresión, podemos percibir que, con ella, hay un número de otras nociones entrelazadas como las de cuerpo, de modo de trabajo y de lo que se espera del trabajador. Sin embargo, como vimos en la introducción de esta investigación, el sistema de producción capitalista ha sufrido cambios significativos y las maneras de abordar el cuerpo del trabajador también fueron cambiadas.
La economía inmaterial puso en evidencia nuevas formas de organizar el trabajo que, en gran parte, capturaron, o como diría Foucault, “secuestraron” (Foucault, 2005, p. 114) las fuerzas subjetivas del trabajador. Estos cambios han traído también nuevos efectos a la subjetividad y a el cuerpo. Si antes este sistema necesitaba “manos de obra” para ejecutar la producción, hoy en día son el afecto, el conocimiento y la comunicación lo que más se explota. En efecto, nuevas ansiedades están presentes en la vida cotidiana de estos trabajadores. Podemos citar, por ejemplo, la incesante necesidad de actualizarse profesionalmente que es ampliamente estimulada por las universidades, las empresas (públicas y privadas) y las multinacionales. Con eso, el tiempo de trabajo se extiende para la vida cotidiana y sobrecarga la existencia con demandas de diversos tipos. Por lo tanto, ocurre la aparición de una serie de nuevas psicopatologías que ganan prominencia en los consultorios médicos y psicológicos.
Hoy en día, podemos escuchar, con cierta frecuencia, a los trabajadores alegando estar deprimidos o describir una especie de desinterés general por la vida y los encuentros sociales. Este hecho llama la atención porque lo que impulsa a este trabajador a la clínica es algo del orden de las sensaciones, de los afectos y de los encuentros experimentados por el cuerpo; y estas dimensiones no tienen origen en los esfuerzos físicos. En la esfera de las sensaciones, hay mayor dificultad para describir y comprender los afectos, pues no se sabe con certeza lo que ha modificado el cuerpo o cuando eso se llevó a cabo. Sin embargo, la demanda de los trabajadores, así como de la sociedad en general, gravita en soluciones rápidas, exponiendo la expectativa de curación y tratamiento. Desde la perspectiva del mercado, ¿cómo es posible hacer que este trabajador (tomado por afectos a veces difíciles de ser acogidos y elaborados) ser capaz de producir en su fuerza máxima? Parte de la clínica médica respondió a esta pregunta según una perspectiva curativa, tomando ventaja de medicamentos y diagnósticos. Pero ¿qué pasa con la clínica psicológica? ¿Ella ensaya, en este ámbito de intervención, otras posibilidades que no sólo sea la de hacer el hombre capaz de trabajar? ¿Sera que lo que se ve hoy en día es sólo que las clasificaciones psicopatológicas guían las prácticas clínicas?
Los estados de sufrimiento, cuando se describen en estas clasificaciones, muestran una imposibilidad de expresión afectiva del cuerpo, que dejó de producir el “demandado” por el sistema capitalista. De esa manera, cuando el trabajador se enmarca en clasificaciones de la clínica médica, su cuerpo pierde legitimidad mientras alguien que siente y experimenta intensamente el dolor en una circunstancia determinada, configurándose, entonces, como un “caso” a “tratar”. En diversas situaciones, su petición por ayuda es calada por las etiquetas y los medicamentos. Sin embargo, como estamos viviendo en un momento histórico que valora significativamente la medicalización, no debemos perder de vista que este trabajador también quiere deshacerse de los “síntomas” que le molestan. Con eso, la vía del medicamento es, a veces, más cómoda, más rápida y menos costosa. En este escenario, los psico-diagnósticos articulados a los medicamentos terminan siendo recibidos con cierto alivio por el trabajador que tiene su cuerpo tomado por sentimientos y afectos doloridos que, a menudo, no puede localizar o describir. Cuando este sufrimiento es clasificado y ya es posible de remediar, tiene el sentido ilusorio de que está adelante de la situación, que tiene el “control” del cuerpo y de las experiencias vividas.
Sin embargo, las molestias generadas por las experiencias laborales pueden a veces obligar al trabajador a buscar un amparo más allá de los diagnósticos o medicamentos que son tan propagados en nuestro tiempo histórico, pues lo que grita en los cuerpos es del orden de afecto, del devenir, de un proceso. En esta coyuntura, la clínica psicológica es llamada a recibir a las nuevas demandas. Cuando el cuerpo del trabajador en sufrimiento reconoce los límites de los “tratamientos” y busca experimentar nuevos modos de existencia, diferentes del actual ya conocido, pone la práctica clínica delante de nuevos desafíos que, a su vez, requieren otra manera de mirar, escuchar y comprender al trabajador en el sufrimiento.
¿Pero, al final, de cual clínica estamos hablando? A partir de este entorno pasamos a caminar en dirección a una clínica de la experiencia. Para ello, partiremos del presupuesto de que de la experiencia del encuentro con el otro emerge una práctica clínica. La experiencia que abordamos aquí no es acerca de la noción empirista tradicional que se implica con la demostración o verificación de las hipótesis a partir de la manipulación de variables ambientales en laboratorio. También no tiene ninguna conexión con la noción de experiencia como acumulación de conocimiento para una mejor adaptación a situaciones futuras. Por una primera aproximación, la noción de experiencia aquí se configura como una singularidad, que es producida por variaciones y experimentaciones en detrimento a las leyes generales.
Una tradición más prescriptiva de la psicología terminó renunciando a un aspecto importante de la experiencia: la singularidad. De manera similar, esta renuncia se produce en nuestra vida cotidiana con las experiencias de los encuentros que vivimos que, a veces, también se atascan a las representaciones o se reducen a interpretaciones formateadas previamente. Estas representaciones e interpretaciones servirían como una especie de defensa contra las conmociones causadas por experiencias emocionales, en la expectativa de evitar que el cuerpo quede asustado o desorganizado con el advenimiento del nuevo. Sin embargo, es notable que incluso dentro de estas interpretaciones son colocados en progreso variaciones sutiles y poco perceptibles.
Y es en esa dirección que se pone en cuestión el problema a la experiencia. ¿Cómo pensarla? Una primera pista está en la noción de variación. Para abordar ese tema, decimos de algo que no es constante, que fluctúa, tambalea. El análisis de la experiencia nos lleva, por lo tanto, a la noción de proceso, de movimiento. Si pensamos en el trabajador inmaterial, en la infinidad de discursos y encargos que afectan a su cuerpo todos los días, entendemos mejor el significado de la variación que se coloca en la experiencia de los múltiples encuentros. Pero, vale la pena considerar que tenemos numerosos encuentros en un día y todos producen efectos diferentes. Así, un encuentro por si mismo no se confunde con el problema de la experiencia. Lo que va a caracterizarlo será la manera como el cuerpo experimenta este encuentro y los afectos accionados en cada experiencia. En este sentido, Larrosa dice: “por eso, el saber de la experiencia es un saber particular, relativo, contingente y personal. Si la experiencia no es lo que pasa, pero lo que nos pasa, dos personas, todavía que enfrenten el mismo evento, no hacen la misma experiencia” (Larrosa, 2002, p. 27).
Cabe decir aún, que la experiencia de los encuentros puede provocar transformaciones que no siempre son aceptadas por el cuerpo de quién trabaja. El trabajador que recurre a la clínica tiene su cuerpo tomado por fuerzas que no conoce con certeza dónde vienen, pero que piden paso. Abrazar la singularidad de la experiencia, con sus variaciones de afectos y sensaciones despertadas en el cuerpo puede, a menudo, ser aterrador. Entonces, cada vez que intenta ponerse en contacto con la diferencia (que puede implicar valores, rupturas, sueños, preferencias, formas de vida), uno tiene la sensación de “pérdida de control”, de turbulencia, de un “mareo” que sacude los territorios ya conocidos. Es como si el sujeto experimentase un mareo que destaca el desconocido y que, al principio, inviabiliza cualquier tipo de comprensión racional. Sin embargo, estos estados de confusión y muerte dan pistas y anuncian nuevas posibilidades de vida para este cuerpo. Rolnik dice:
Tales composiciones, a partir de un cierto umbral, generan en nosotros estados inéditos, extraños en relación aquello de que es hecha la consistencia subjetiva de nuestra figura actual. Se rompe así, irreversiblemente, el equilibrio de esta nuestra figura, sacuden sus contornos. Se puede decir que cada vez que eso se pasa hay una violencia, vivida por nuestro cuerpo en su forma actual, que nos desestabiliza y nos pone la exigencia de crear un nuevo cuerpo —en nuestra existencia, en nuestra forma de sentir, de pensar, de actuar, etc.— que venga a encarnar el estado inédito que se hace en nosotros, la diferencia que reverbera a espera de un cuerpo que la traga para el visible (Rolnik, 1993, p. 3).
Pensando específicamente en el trabajador inmaterial que se encuentra en sufrimiento cuando recurre a la clínica, cabe cuestionar: ¿cómo ella (la clínica) podría ser una aliada para accionar un contacto más directo con las variaciones de este cuerpo?, o, ¿qué haría de esas experiencias perturbadoras una práctica clínica? La clínica, en medio de esas cuestiones, implica, necesariamente, una práctica de variación, pues el encuentro clínico no es otra cosa sino experimentaciones de sí propio. Eso porque la experiencia del encuentro clínico, así como las experiencias cotidianas, no está dada, pero se encuentra en vías de hacerse, actualizando-se en variaciones y en invenciones diversas. Obviamente, existen constancias, estabilidades, hábitos que son sistemáticamente recolocados; pero, aquí nos interesa afirmar e investigar el movimiento inmanente a la propia vida, teniendo en vista que la constancia se mantiene en cuanto tal hasta el momento inesperado de la irrupción de lo inesperado, cuando las variaciones afectan.
Curiosamente, las cuestiones que son tema en la clínica sugieren estados de endurecimiento del cuerpo, cierre de las vías sensitivas y constancia de las vivencias, no permitiendo al sujeto entrar en contacto con las experiencias de los encuentros. Tales estados anuncian disociaciones entre las fuerzas de resistencia de la creación, bien como entre estas fuerzas y las sensaciones que las convocan (Rolnik, 2003), tornando casi insoportable el contacto con la diferencia.
Entonces, tal vez el gran desafío de la clínica hoy sea accionar el cuerpo “blindado” para recibir pequeñas brechas de experimentación. Ese accionar puede ser considerando una tentativa de conexión del sujeto con las experiencias, por más duras y difíciles que ellas sean. Así, la experiencia del encuentro clínico permitiría nuevos encuentros, pero también la abertura para el contacto con las experimentaciones afectivas emergentes y que están pidiendo expresión. En esa perspectiva, las experiencias entrarían en un campo de problematización clínica que accionaría y cambiaría las configuraciones ya borradas del cuerpo del trabajador, posibilitando así que éste pudiese encarnar las diferencias de experimentar estas nuevas condiciones del vivir en el contexto laboral. Pero, cabe resaltar que no hay parada en ese proceso, teniendo en vista que la vida, por ella misma, ocurre por constante movimiento.
Podemos pensar entonces que, una vez colocadas en curso, las diferencias no se fijan o terminan; ellas siguen vivas como fuentes para la creación. Así, a cada nueva experiencia, las diferencias pueden ser accionadas, reflejadas en nuevas conexiones y reactualizadas en el cuerpo, produciendo nuevos afectos y exigiendo la creación de un nuevo cuerpo que las encarne. Es así que volvemos al incómodo desasosiego que es estar vivo. Rolnik afirma:
En otras palabras, el sujeto se engendra en el devenir: no es él quien conduce, más si las marcas. Lo que el sujeto puede, es dejarse extrañar pos las marcas que se hacen en su cuerpo, es intentar criar sentido que permita su existencia —y cuanto más logra hacerlo, probablemente mayor es el grado de potencia con que la vida se afirma en su existencia (Rolnik, 1993, p.3).
Y es en este sentido que concebimos la clínica como experiencia, pues ella misma es abertura para acoger las incómodas diferencias de aquellos que le procuran. En la perspectiva de análisis adoptada en este estudio, ella no tiene como objetivo un resultado, una meta o una cura. Tal experiencia se hace en y por la diferencia, en y por el movimiento. Su práctica se constituye como proceso, que va ocuparse “en acompañar los pequeños gestos, acciones y sensaciones que, hasta cierto instante, eran inaccesibles y que, por un cambio en la correlación de las fuerzas en juego en los encuentros con el afuera, pasan a ser experimentadas” (Mansano, 2011, p.73).
Se puede decir entonces que el trabajador, tomado por la violencia de los encuentros urbanos y laborales, tiene la práctica clínica como una aliada de las conexiones entre su cuerpo y las experiencias que le advienen. Estamos ante una práctica que busca “dar cuerpo” exactamente al que llamamos de inmaterial, que no tiene forma ni contornos, pero que, en todo momento, nos atraviesa y nos acciona para vivir la experiencia de creación y actualización de las diferencias.
Consideraciones finales
Como pudimos acompañar al largo de esta investigación, la clínica de la experiencia se implica con pequeños signos de vida que irrumpen en los encuentros y en las afectaciones experimentadas por los cuerpos. Consideramos que la clínica, como practica que problematizará el cuerpo y su conexión con las experiencias, posibilita encarnar y producir nuevos modos de vida. Sin embargo, además de las cuestiones que permean esta investigación, pensar la clínica de la experiencia nos llevo hasta otros horizontes y cuestionamientos.
Teniendo en cuenta que la psicología no trabaja con otra cosa sino con conexiones, encuentros y afectos, y pensando la actuación clínica del psicólogo, nos hicimos el siguiente cuestionamiento: ¿Cuál es la radicalidad de la experiencia del encuentro clínico para el psicólogo y su interlocutor? La radicalidad a la cual nos referimos no implica solamente situaciones extremas, sino, sobre todo aquellos encuentros cotidianos que guardan la posibilidad de problematizar lo vivido.
Otra cuestión que se desencadena es la tensión entre prescripciones y experiencia. Actualmente, uno de los puntos que aparecen en los enunciados de varios psicólogos con cierto grado de angustia es la demanda al profesional de la psicología de ofrecer respuestas rápidas sobre cómo y cuándo intervenir. En esa dirección, nos preguntamos, ¿desde qué lugar ese profesional va a responder a las demandas clínicas y/o institucionales cuando la imprevisibilidad del encuentro y sus afectaciones son sus únicas evidencias?
Partiendo da la perspectiva de una vida cambiante y distantes de la pretensión de resolver rápidamente sus variaciones, pensamos que desprenderse de las certezas prescriptivas, admitiendo y sosteniendo la impotencia de no tener respuestas certeras, será una de las condiciones para experimentar el encuentro clínico en el límite de esa tensión urbana y laboral recurrentemente colocada, atentando contra la producción de la vida y la invención de sí.
Podemos pensar entonces, que tal vez la radicalidad de la experiencia para el psicólogo esté precisamente en hacer con que los encuentros clínicos ganen contornos de invención, experimentación y conexión del cuerpo con la diferencia producida en lo cotidiano. Así, sería posible abrirse a la posibilidad de dar cuerpo, literalmente, a las experiencias de alteridad que son producidas en el contexto clínico.
Referencias
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Gorz, A. (2005). O Imaterial: Conhecimento, Valor e Capital. São Paulo: Annablume.
Hardt, M.; Negri, A. (2005). Império. Rio de Janeiro: Record.
Larrosa, J. (2002). Notas sobre a experiência e o saber de experiência. Revista Brasileira de Educação, n. 19, jan/abr, pp. 20-28.
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Pelbart, P. (2003). Vida Capital: Ensaios de biopolítica. São Paulo: Iluminuras.
Prado Filho, K; Trisotto, S. (2007). A Psicologia como disciplina da norma nos escritos de M. Foucault. Revista Aulas. Dossiê Foucault. n.3. dez., pp. 5-15.
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Notas
1. Psicóloga formada por la Universidad Estatal de Londrina/ PR/Brasil. Residente del Programa de Salud de la Mujer del HU/UEL.
2. Profesora de la Maestría en Administración y del Departamento de Social e Institucional de la Universidad Estatal de Londrina. Correo electrónico: mansano@uel.br