El miedo como constructo de análisis sistemático
Dr. Fernando Gordillo León1, Dra. Lilia Mestas Hernández2, Dr. José M. Arana Martínez3 y Dra. Judith Salvador Cruz4
Resumen
El miedo ha sido un tema recurrente en la historia de la psicología como tópico de investigación en los más variados ámbitos. Precisamente esta variabilidad ha determinado el objetivo del presente trabajo, concretando su análisis bajo el prisma de un constructo único con una base neurológica cimentada en las investigaciones realizadas en torno al circuito subcortical-cortical del miedo. Como paso previo a la construcción de una escala que mida el constructo que hemos denominado “miedo vital”, se proponen tres dimensiones que podrían estar constituyéndolo: a) miedo físico, b) miedo social y c) miedo metafísico. A lo largo del presente trabajo se delimitan, explican e integran estas dimensiones con la intención de cimentar una estructura teórica coherente que justifique la construcción de la escala. Las implicaciones que se derivarían de la aplicación de dicha escala son de carácter social, clínico y político. En conclusión, este trabajo pretende integrar diferentes aspectos relacionados con la emoción de miedo para construir una escala de análisis sistemático en distintas dimensiones dentro de un constructo en el que se expliquen las patologías relacionadas con el miedo como extremos del mismo.
Palabras Clave: Ansiedad, depresión, escala, fobia social, miedo, constructo.
Abstract
Fear has been a recurring theme in the history of Psychology as a research topic in different areas. It is precisely this variability that has given the objective of this work, specifying its analysis through the prism of a single construct that had its base rooted in neurological research conducted around the subcortical-cortical circuits of fear. Before to the construction of a scale to measure the construct we call “vital Fear,” we suggest three dimensions that may be constituting it such as: a) physical fear; b) social fear, and c) metaphysical fear. Throughout this paper we define, explain and integrate these dimensions within the construct, with the intention to build a coherent theoretical framework to justify the construction of the scale. The implications that would result from the application of this scale are social, clinical and political. In conclusion, this paper aims to integrate different aspects of the emotion of fear, with the intention of building a systematic analysis scale at different levels or dimensions within a construct which explains the fear-related disorders as the ends of this construct.
Key words: Anxiety, depression, scale, social phobia, fear, construct.
Introducción
El miedo ha sido fundamental en nuestra evolución y es necesario en la actualidad para comprender el comportamiento del ser humano en el ámbito social. Es una emoción de tipo defensivo (Fanselow, 1994) generada por la presencia, física o simbólica, de un estímulo que representa una amenaza real o imaginaria (Sánchez-Navarro y Martínez-Selva, 2009) y con un fuerte valor para la superviviencia (Izard, 1991). Se puede entender desde un punto de vista básico (nivel de activación), hasta planteamientos más elaborados relativos a sentimientos que se construyen a partir del funcionamiento de estructuras neuronales y procesos cognitivos (angustia, ansiedad, estrés, fobia) y con una clara connotación social que, a final de cuentas, es el medio a través del cual la conducta humana refleja la actividad cerebral. Por lo tanto, esta emoción se puede estudiar en términos de actividad cerebral (Dunsmoor y LaBar, 2012), procesos cognitivos (Olatunji, Moretz y Zlomke, 2010) y contextos sociales (Kashdan, Volkmann, Breen y Han, 2010).
El miedo normal se ha distinguido del patológico con base en determinados criterios como el tiempo de duración e interferencia con el funcionamiento cotidiano, entre otros (Miller, Barrett y Hampe, 1974). Como apunta Gullone (1996, 2000), esta distinción es muy relevante porque identifica los patrones de desarrollo, intensidad y duración del miedo normal y permite distinguirlo del patológico. Desde esta perspectiva, el primer paso consiste en conocer su estructura, es decir: ¿qué tipos de miedo hay? Son varios los trabajos que han tratado de dilucidar esta cuestión en las últimas décadas. Scherer y Nakamura (1968) encontraron ocho factores: 1) temor al fracaso y crítica; 2) temores mayores (e.g., bombardeo, invasión, terremotos); 3) temores menores (e.g., gusanos, fantasmas, etc.); 4) temores médicos; 5) temor a la muerte; 6) miedo a la oscuridad; 7) temores relacionados con la casa-escuela; 8) temores variados (tormentas, pesadillas, sonidos fuertes). Por otro lado, Gullone y King (1992) encontraron cinco factores: 1) miedo a la muerte y al peligro; 2) miedo a lo desconocido; 3) miedo al fracaso y a la crítica; 4) miedo a los animales; y 5) temores médicos.
El modelo de Taylor (1998) identificó cuatro subtipos de miedo basándose en estudios de análisis factoriales: social, animales, sangre/lesiones/enfermedad y miedos situacionales (Arrindell, Pickersgill, Merckelbach y Ardon, 1991). Este modelo resulta útil para obtener una clasificación de los diferentes tipos de miedos, pero no permite conocer los factores de orden superior que pudieran agruparlos de manera más sistemática. En este sentido, diversos estudios (Cox y McWilliams, 2003; Cutshall y Watson, 2004) infieren que un mecanismo unitario es responsable de la varianza compartida entre los subtipos del miedo. Los factores más consistentes parecen ser el rechazo social, la muerte y el peligro; los animales, el tratamiento médico, el estrés psíquico y el miedo a lo desconocido (Gullone, 2000). En este punto, la pregunta que cabe hacerse es ¿qué factor o factores de orden superior podrían agrupar los diferentes miedos? O en términos que nos permitan un análisis más sistemático, ¿qué constructo delimitaría el término “miedo” con todas sus implicaciones y dentro del contexto social del ser humano? Y en consecuencia, ¿qué dimensiones o factores lo conformarían?
Para contestar a estas preguntas partiremos de la concepción que tiene Scheler (1976) de los sentimientos vitales como procesos que reflejan el estado general del organismo, mientras que los sensoriales se refieren al cuerpo como procesos psíquicos próximos a la corporalidad que contribuyen al instinto de conservación. Los sentimientos vitales referidos a su relación con el mundo son indicadores de valores vitales, señalando los peligros y caminos favorables a lo largo de la vida, de un modo primario y presentido (López-Ibor, Ortiz y López-Ibor, 1999). Si tenemos en cuenta que los sentimientos vitales se construyen a partir de los sensoriales, sería posible, tal como plantean Gordillo y Mestas (2012), concebir un escalamiento de aquéllos a partir de éstos, situando en un extremo los niveles de sensorialidad más primitivos, y en la zona superior los sentimientos vitales más elaborados (Dimensión, física-social-metafísica).
Concretando en un concepto básico como es el miedo, podemos pensar en un escalamiento de emociones y sentimientos ordenados en diferentes niveles de complejidad que vendrían determinados por el contexto social en el que se desenvuelven las personas. En este sentido, hablaríamos de una dimensión física, social y metafísica, con su manifestación más extrema en trastornos como la hipocondriasis, fobia social y ansiedad/depresión respectivamente, que generarían la sensación de miedo, mensurable por lo tanto a partir de una escala y con origen en un estímulo interno o externo al organismo.
¿Por qué resultaría interesante la construcción de una escala de este tipo? Porque el miedo es un indicador del potencial de motivación de una persona (Buck, 1985), al punto de determinar la dirección de su conducta. En la literatura científica se habla del miedo como “estrategia de control social” pero actualmente no existe un instrumento de medida adecuado (Gordillo y Mestas, 2012). Las emociones primarias como el miedo son espontáneas, rápidas, incontroladas e inintencionadas (Ekman y Davidson, 1994; Ledoux, 1996). Y, en algunas ocasiones, incluso inconscientes (Killgore y Yurgelun-Todd, 2004). Las emociones primarias resultan relativamente independientes de la evaluación cognitiva deliberada y consciente que sí está presente en las emociones secundarias (Jarymowicz y Bar-Tal, 2006). La emoción sirve, entre otras cosas, como guía y directora de la conducta, y en concreto, tal como apunta Damasio (1994), el miedo presentido en un momento determinado puede estar advirtiéndonos de un posible peligro. Entre la emoción y el sentimiento de miedo hay una estructura común que subyace y se activa a niveles diferentes de complejidad, que ha sido denominada “sistema cerebral del miedo” (Sánchez-Navarro y Martínez-Selva, 2009; Sánchez-Navarro, Martínez-Selva y Román, 2006).
Ledoux (1986) realizó un interesante descubrimiento respecto a la emoción del miedo encontrando dos vías de procesamiento de la información emocional, una consciente (principal, más lenta) y otra inconsciente (secundaria, más rápida) y donde la corteza cerebral y la amígdala eran los elementos clave. De manera muy simplista podríamos decir que la amígdala, como centro generador del sentimiento de miedo se encuentra de manera constante activada en los seres humanos, aunque en niveles muy bajos (estados de felicidad y tranquilidad) no tenga una manifestación clara y evidente. Lo cierto es que en un estado de tranquilidad, la aparición repentina de un estímulo peligroso, genera una reacción rápida, debida en parte a la activación de la amígdala (vía secundaria). En este sentido, Costafreda, Brammer, David y Fu (2008) advierten que la activación de la amígdala está modulada tanto por factores afectivos como no afectivos. Mediante un metaanálisis de 385 estudios de neuroimagen funcional, estos autores concluyeron que todos los estímulos emocionales se asociaban con una probabilidad mayor de generar activación en la amígdala, respecto a los estímulos neutros, y que las emociones, tanto positivas como negativas, generaban también su activación, siendo mayor para la emoción de miedo, respecto a la de alegría. Por otro lado, el nivel del procesamiento atencional también tendría efectos sobre la activación de la amígdala.
A la luz de estos datos, podemos resumir diciendo que la emoción de miedo y, por lo tanto, el sentimiento de miedo consecuente podría estar presentarse de manera continua como una línea base de activación —con la amígdala como estructura básica— con un alto poder adaptativo que responde a factores afectivos y cognitivos inmersos en el contexto social. Los dos circuitos que presenta Ledoux (1986), y donde la amígdala es una estructura central, no funcionan de manera independiente, de hecho una misma estimulación externa activaría ambos, pero en este caso el circuito cortical quedaría subordinado al circuito más rápido tálamo-amígdala (Liddell et al., 2005), mientras que una emoción también puede generarse a partir de un pensamiento o recuerdo (estímulo interno) e involucrar cierta activación posterior de la amígdala. En este sentido, un reciente trabajo (Vlachos, Herry, Lüthi, Aertsen y Kumar, 2011) propone que los temores no se superan, tan sólo se ocultan; es decir, el miedo permanece enmascarado. Sin duda, y dentro del planteamiento que hemos realizado, falta por incluir, junto a los factores externos moduladores de los niveles de activación de la amígdala, un factor que se construye a partir del papel de la amígdala en la consolidación de la memoria y que permite que estímulos internos —enmascarados o no— emerjan de la memoria y modulen los niveles de la amígdala y por lo tanto los niveles del “sistema cerebral del miedo”
Esta base neurológica que propone Ledoux (1986) nos lleva a la idea principal con la que iniciamos este artículo. Es decir, a la existencia de una línea base o nivel de miedo presente de manera constante y relacionada con la activación de estos circuitos y en concreto con la activación de la amígdala. A partir de esta argumentación, y sin dejar de tener en cuenta la base neurológica, podemos suponer la existencia de diferentes dimensiones que de manera independiente pero interrelacionadas podrían participar en la conformación de esta “línea base del miedo”: a) Miedo físico: con base en la activación tálamo-amígdala, como respuesta a un estímulo externo; b) Miedo social: con base en la activación tálamo-amígdala-córtex como respuesta a un estímulo externo y su posterior integración a nivel cortical (análisis del contexto social); c) Miedo metafísico: supondría la activación tálamo-amígdala-córtex como respuesta a un estímulo interno (nivel cortical). Este planteamiento no examina los diferentes niveles de manera aislada, muy al contrario, el inicio en uno de los niveles y a partir de un estímulo interno o externo puede derivar en la mayor o menor activación de cada una de estas dimensiones que en conjunto, y de manera sumatoria, permitirían conocer el nivel y tipo de miedo predominante. Esta es la propuesta del presente artículo: sentar las bases teóricas para la construcción de una escala que mida el constructo denominado “miedo vital” (Gordillo y Mestas, 2012) que vendría determinado por tres dimensiones: física, social y metafísica. Las dimensiones del miedo obtenidas en otros trabajos que se han expuesto anteriormente quedarían incluidas en el presente, si bien es ésta una cuestión empírica que sólo se resuelve tras el análisis factorial correspondiente.
Por lo tanto, “miedo vital” quedaría definido como el sentimiento derivado del sistema cerebral del miedo, donde la amígdala es la estructura central (Sánchez-Navarro y Martínez-Selva, 2009) y que estaría modulado a partir de la intensidad mantenida en las dimensiones física, social y metafísica. Este sentimiento variaría a lo largo de tiempo en la misma persona y gracias a su estrecha relación con el contexto social, también variaría entre diferentes poblaciones.
Miedo físico
El miedo al daño físico es algo inherente a la condición de ser vivo. Los diferentes trabajos que han investigado la estructura del miedo encuentran factores con un temor implícito al daño físico, como el temor médico o a la muerte (Gullone y King, 1992; Scherer y Nakamura, 1968), o el miedo a la sangre-lesiones-enfermedad (Taylor, 1998). Por lo tanto, el término “Miedo físico” se definiría como el miedo o temor a sufrir sensaciones dolorosas derivadas de un estímulo externo real o imaginario.
En este sentido, la hipocondriasis puede incluirse dentro de este concepto. Definida como la preocupación y miedo a padecer una enfermedad, genera una mayor activación del sistema límbico (van den Heuvel et al., 2011), dato congruente con la idea que la sitúa en el extremo superior de la dimensión “miedo físico”. Esta dimensión tiene como referente neurológico al sistema límbico y en concreto a la amígdala como mecanismo implicado en la regulación de la intensidad del miedo que sería la responsable de los niveles de intensidad experimentados en esta dimensión.
La amígdala resulta clave en el sistema cerebral del miedo (Sánchez-Navarro y Martínez-Selva, 2009). Recibe información de las áreas sensoriales y viscerales (Aggleton y Young, 2000), así como de la corteza orbitofrontal (Winstanley, Theobald, Cardinal y Robbins, 2004). Esto convierte a la amígdala en un centro perfecto para la formación de asociaciones entre estímulos y refuerzos (LeDoux, 2000). Las aferencias recibidas por la amígdala del tálamo también resultan vitales para comprender la función neurológica en la definición del constructo “miedo vital” (LeDoux, 1987, 1993). De esta forma la amígdala se sitúa como elemento clave en la emoción del miedo dentro de un circuito general y muy simplificado: tálamo-amígdala-córtex.
La literatura científica muestra evidencias sobre la relación entre las dimensiones física, social y metafísica, tal como apunta Schwenzer (1996), la hipocondriasis se relaciona con trastornos afectivos en el ámbito social, como el miedo a la crítica y a la intimidad; de igual manera se considera que la interacción entre la ansiedad severa y los síntomas somáticos son características comunes en este trastorno psiquiátrico (Kellner, Abbotf, Winslow y Pathak, 2011). En el extremo inferior de esta dimensión (mínima o falta de actividad en la amígdala), cabe esperar que lesiones en la amígdala afecten a la percepción del miedo. Adolphs, Tranel, Damasio y Damasio (1994) comprobaron que sujetos con lesiones bilaterales en la amígdala relataban menos eventos negativos en sus vidas y cuando lo hacían los aderezaban con ciertas connotaciones de valentía personal, es decir, introduciendo aspectos positivos en el recuerdo de experiencias desagradables. Según Anderson y Phelps (2001), las lesiones en la amígdala podrían estar afectando a la experimentación de la emoción de miedo debido a la incapacidad que muestran estas personas para atender a los estímulos negativos relevantes. Por lo tanto, en el extremo inferior de la dimensión “miedo físico”, la mínima falta de actividad en la amígdala (lesión o atrofia) puede provocar una inatención patológica a los estímulos externos o internos relevantes. De todo lo dicho se infiere que el dolor podría ser un indicador adecuado para la elaboración de los reactivos (ítems) referidos a esta dimensión.
Miedo social
La fobia social (o ansiedad social), definida como el miedo y ansiedad persistente a la hora de enfrentar situaciones sociales que impliquen la evaluación de los demás (APA, 2000), representa el extremo superior de la dimensión que hemos denominado “miedo social” y que estaría determinada a nivel neurológico por la activación del sistema tálamo-amígdala-córtex en respuesta a un estímulo externo que se integra a nivel social. No se debe confundir el término miedo social, que define una dimensión, con la fobia social como trastorno psiquiátrico que representa el caso extremo y patológico de esta dimensión. En el mismo sentido que la dimensión anterior, la activación de la amígdala aumenta en personas que padecen fobia social ante diferentes situaciones en las que se enfrentan a la evaluación de los demás (Blair et al., 2008; Lorberbaum et al., 2004; Stein y Stein, 2008; Tillfors et al., 2001; Tillfors, Furmark, Marteinsdottir y Fredrikson, 2002), y de igual manera cuando se les presentan rostros de personas con diferentes expresiones faciales (véase revisión de Shin y Liberzon, 2010). En términos generales, la corteza prefrontal presenta una mayor actividad ante estímulos negativos o desagradables que ante otros estímulos afectivos (Sánchez-Navarro y Martínez-Selva, 2009). También se ha encontrado que en estados intermedios a la ansiedad social, como es la timidez, que algunos autores consideran un continuo donde la fobia social se situaría en el extremo (McNeil, 2001; Marshall y Lipsett, 1994; Stein, 1999), la actividad de la corteza prefrontal media y parietal media se incrementa durante tareas de detección de conflictos (Eisenberger, Lieberman y Satpute, 2005).
El ser humano puede presentar reacciones defensivas que no se ajustan a un peligro potencial real, como les sucede a las personas que padecen fobia social. La amígdala es fundamental en el procesamiento y respuesta rápida de los estímulos fóbicos (Sánchez-Navarro y Román, 2004), junto a otras estructuras como la corteza prefrontal ventromedial (Carretié, Albert, López-Martín y Tapia, 2009) y la porción anterior de la circunvolución del cíngulo (Goossens, Schruers, Peeters, Griez y Sunaert, 2007;Goossens, Sunaert, Peeters, Griez y Schruers, 2007). Estos datos nos inducen a pensar que la dimensión social del miedo tiende a ser modulada a nivel cortical, en concreto en regiones ya mencionadas, como la corteza prefrontal ventromedial. En el extremo opuesto de esta dimensión podemos situar las lesiones en esta región que generan déficit en los procesos de inhibición, dando lugar a comportamientos con ausencia de “miedo social” o inhibición.
Las lesiones cerebrales han sido una fuente inestimable para el conocimiento de la función cerebral. Los casos de Phileas Gage (1848), el más reciente de Elliot (Damasio, 1994) o el expeditivo tratamiento del doctor Moniz, nos dibujan a un lesionado del lóbulo frontal sin capacidad de organizar la conducta; sin sentido de responsabilidad, incapaz, no ya de tomar decisiones sino también de sopesar los consejos para hacer predicciones (Gómez-Beldarrain, 2004). La corteza cerebral en estos pacientes ha perdido la capacidad de inhibir los instintos. El trabajo realizado por Krawczyk (2002) divide la funcionalidad de la corteza prefrontal en tres: una dirigida por la corteza orbitofrontal y ocupada en la toma de decisiones, en la que los valores de recompensa y castigo prevalecen sobre valores más cognitivos. La estrecha relación de esta región con la vía dopaminérgica de recompensa, así como con la corteza cingulada (referencia del sistema límbico) la convierte en un reducto emocional que actúa ante situaciones estructuradas. Por otro lado, la región dorsolateral (Burgess, Veitch, de Lacy Costello y Shallice, 2000), relacionada con la memoria de trabajo, interviene en entornos donde la situación se encuentra menos estructurada y es necesario recurrir a la memoria de acontecimientos pasados. La corteza cingulada, como tercera división, juega un papel ambiguo. Se ha observado una gran actividad de esta región en circunstancias en las que la toma de decisiones supone un alto riesgo.
En definitiva, parece que las funciones intelectuales superiores residen en el lóbulo frontal (Valdés y Torrealba, 2006), y mantienen una funcionalidad relevante en las habilidades cognitivas, memoria de trabajo, toma de decisiones, planificación y en el control ejecutivo (Bechara, Damasio, H. y Damasio, A. R, 2000; Miller, 2000; Miller y Cohen, 2001); pero también ciertas regiones prefrontales, como la orbitofrontal y la medial, intervienen en diferentes aspectos de la emoción (Sánchez-Navarro y Román, 2004). Respecto al miedo, ¿qué relación se establece entre esta estructura y la expresión de miedo? Esta pregunta es importante en tanto hemos situado la modulación de la intensidad de la dimensión “miedo social” en esta estructura. Diversos estudios con monos ponen de manifiesto que lesiones en esta estructura dan lugar a respuestas emocionales inapropiadas en la comunicación (Barbas, 2000). De igual manera, se ha observado una disminución de la agresividad (Rolls, 1986), mientras que una lesión en la circunvolución del cíngulo produce la eliminación del llanto por separación de la madre y altera la conducta de apego en adultos (MacLean, 1986, 1993). Desde algunas décadas (Hecaen y Albert, 1978) se sabe que lesiones orbitofrontales producen un síndrome de desinhibición, que conlleva impulsividad y comportamientos sociales inadecuados, y también que la interacción amígdala-corteza prefrontal permite una mayor flexibilidad del organismo en respuesta a señales de peligro (Sotres-Bayon y Quirk, 2010). Esta mayor flexibilidad derivada del contexto social en el que vive el ser humano y nos lleva a conjeturar que es la corteza prefrontal la que modula y determina los niveles de intensidad de la dimensión que hemos denominado miedo social.
Como indicadores para la construcción de los reactivos (ítems) relativos a esta dimensión, proponemos un indicador general: “evaluación de los demás” que, a su vez, deriva en indicadores más específicos relacionados con temores que implican el rechazo de los demás: a) económico —la gente evalúa negativamente a quienes no tienen o perdieron su trabajo—; b) amor: temor a perder o no encontrar pareja —la gente evalúa negativamente a quienes perdieron o no tienen pareja— ; c) salud: temor a perder la salud —La gente evalúa negativamente a quienes tiene una salud frágil—.
Este último indicador debe entenderse como el miedo a las implicaciones sociales de estar enfermo, como el rechazo social, y no como el miedo al dolor o el miedo a la muerte que podrían situarse como indicadores en la dimensión física y metafísica respectivamente.
Miedo metafísico
Muñoz Garrigós (1987) describe el “miedo metafísico” como todo lo contrario al miedo físico, ya que aquél empieza cuando el valor físico acaba. La metafísica estudia la naturaleza, componentes y principios de la realidad (Audi, 1999). Para Immanuel Kant (1783) la metafísica no se nutre de fuentes empíricas, por lo tanto sus principios nunca se deben tomar de la experiencia. Ni la experiencia externa (física) ni la experiencia interna (psicología empírica) pueden constituir la base del conocimiento metafísico. Entonces, ¿qué queremos delimitar con el concepto de miedo metafísico? Es un miedo que no tiene referentes externos, no hay estímulos desencadenantes y tampoco estímulos internos conscientes. Es decir, el miedo no se deriva de un estado o malestar generado por una situación estresante determinada. En este sentido cabe pensar en dos trastornos que estarían muy relacionados con esta definición, como son la apatía y la ansiedad-depresión endógena y que se constituirían en los extremos patológicos de esta dimensión.
La ansiedad es el estado de activación del sistema nervioso consecuencia de un estímulo externo o derivado de un trastorno endógeno de las estructuras de la función cerebral. Los trastornos de ansiedad son causados en parte por la activación de diferentes regiones del cortex prefrontal (Berkowitz, Coplan, Reddy y Gorman, 2007), entre ellas la corteza ventromedial, que junto a la amígdala y el hipocampo, según Shin y Liberzon, son las principales estructuras responsables de los trastornos de ansiedad. La capacidad de la corteza prefrontal para modular la activación de la amígdala se ha comprobado en una población de jóvenes con trastornos de ansiedad (Monk, et al., 2008). Sin duda evidenciando la estrecha relación de este circuito en el control de los niveles de miedo.
El término angustia suele referirse a la ansiedad endógena que inicia sin una aparente causalidad interna, de carácter agudo y con intensa sintomatología de tipo vegetativo asociada a sensación de miedo, pérdida de control y sensación de muerte inminente (Bobes, Sáiz, Gonzalez y Bousoño, 1999). Por otro lado, la apatía parece tener su origen en lesiones en el cíngulo medial frontal/anterior (Torralba y Manes, 2009). El síndrome frontal medial o del cingulado anterior afecta a las capacidades volitivas. Los pacientes se muestran abúlicos, con escasa iniciativa, interés e imaginación (Bausela, 2007). Por lo tanto, la implicación de la corteza prefrontal y la amígdala en la determinación de los diferentes estilos afectivos tiene consecuencias sobre cómo las personas experimentan la ansiedad normal y patológica y por tanto, la ansiedad derivada de los diferentes estilos afectivos responde a un continuo (Davidson, 2002). Este continuo puede quedar reflejado en una escala que profundice y asuma las dimensiones que se derivan de las diferentes interacciones de este circuito amígdala-corteza prefrontal y su relación con la estimulación externa (vía tálamo) e interna (vía córtex).
Como indicadores de esta dimensión para la elaboración de los reactivos (ítems) se proponen: a) la muerte: temores relacionadas con el fin de la vida, el más allá, la religión, etc.; b) tiempo: temores relacionados con el paso del tiempo (envejecimiento), y c) sentido de la vida: temores relacionados con el fin último de la vida.
Discusión
Son muchos los cuestionarios que han tratado el “miedo” en su relación con diferentes trastornos psiquiátricos como la fobia social y la ansiedad (Zubeidat, Fernández y Sierra, 2006). Este trabajo resulta inédito debido a que hasta la fecha, que sepamos, no se ha propuesto el análisis sistemático del miedo en la población normal. Sin embargo, el miedo sí ha sido tratado ampliamente en términos neurocientíficos (e.g., Gordillo et al., 2010; LeDoux, 1999), dando lugar a una sólida base que permite afirmar que esta emoción primaria es un efectivo modulador de la conducta, siendo el paradigma del condicionamiento operante (refuerzo y castigo), un modelo de estudio que garantiza este supuesto y nos permite conjeturar que a niveles grupales el control del miedo a través del conocimiento explícito facilitaría un acercamiento objetivo al tratamiento de los conflictos sociales.
Este trabajo tiene una base científica sólida respecto al papel motivacional del miedo que pretende ser refrendada y operativizada a nivel de grupos en futuras investigaciones y con base en el presente trabajo teórico. Si, tal como hemos desarrollado en párrafos anteriores, el miedo dirige la conducta del ser humano, debería sistematizarse su medida para conocer el nivel y tipo de miedo predominante en una sociedad en un momento determinado. Incluso sería de utilidad promover un continuado control de la evolución de estos miedos en la sociedad y su relación con diferentes parámetros que puedan estar actuando como activadores o moduladores de dichos temores (Gordillo y Mestas, 2012).
Tan importante como la elaboración de una escala que operativice este constructo es la verificación de los objetivos previstos en su utilización. En este sentido, una vez construido el instrumento la comparación de poblaciones con un mismo sistema lingüístico pero diferentes contextos sociales (e.g., México vs. España) dotará de una mayor sensibilidad a las posibles diferencias de puntuación encontradas en la escala y permitirá aclarar su relación con las variables sociodemográficas y culturales, requerimiento necesario para su aplicación en el ámbito clínico, social y político. Por otro lado, el miedo forma parte de un amplio rango de trastornos psiquiátricos, donde un instrumento de este tipo resultaría especialmente sensible. En este sentido, su inclusión en procedimientos clínicos aportaría mayor sensibilidad al diagnóstico de diferentes patologías.
En un nivel más general está el contexto social, en el que la escala permitiría comprender qué miedos y niveles son los predominantes en un periodo y grupo poblacional determinado, previendo posibles conflictos y permitiendo adecuar las políticas sociales. Por último, aunque pueda parecer utópico, en el contexto de las relaciones internacionales (geopolítica), las relaciones entre los países vienen determinadas, en gran medida, por los miedos y el desconocimiento mutuo; comprender qué motiva, a través de sus temores, la actuación gubernamental de un país, permitirá prever sus movimientos y avanzar soluciones a los conflictos. En este sentido cobra especial relevancia comprender cómo afectan las diferencias culturales a los resultados obtenidos en la escala.
Uno de los ejemplos más claros respecto a la existencia de un continuo del constructo “miedo vital” es la situación de miedo permanente que se vive en Israel y que algunos autores explican porque se produce una contraposición entre la emoción de miedo y la de esperanza (Bar-tal, 2001; Jarymowicz y Bar-Tal, 2006). Pero desde la perspectiva que nos da situar en un continuo el constructo de miedo vital, podemos avanzar que la gran intensidad en la dimensión de miedo físico que experimenta la sociedad de Israel, podría estar generando un nivel de partida en los niveles de miedo vital que bloquearía todo tipo de negociaciones. Niveles muy elevados en la dimensión de miedo físico generan respuestas defensivas y son propias de sociedades con conflictos territoriales. Por otro lado, un ejemplo de sociedades con elevados niveles en la dimensión de miedo social son las sociedades asiáticas, con altos niveles de competitividad y tradicionalmente muy conservadoras. Por último, sociedades con niveles altos en la dimensión de miedo metafísico son aquellas que mantienen un alto poder adquisitivo y una estructura social muy consolidada, como es el caso de las poblaciones del norte de Europa, donde como consecuencia de los altos niveles de miedo metafísico, también experimentan la tasa más alta de suicidio de Europa (Daly, Oswald, Wilson y Wu, 2011).
En conclusión, el desarrollo de este trabajo supone un acercamiento al marco teórico que debe sustentar la creación de un instrumento capaz de medir el miedo en términos tan generales como el propuesto en los párrafos anteriores. El planteamiento desarrollado requiere de un esfuerzo de concreción que delimite de manera mucho más clara conceptos y propósitos, sin duda éste será el requisito necesario para la elaboración de dicho instrumento, que supondrá un esfuerzo de síntesis, trabajo de la psicología básica para la conformación de herramientas de utilidad a la psicología aplicada.
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Notas
1. Departamento de Ciencias de la Salud, Facultad de Psicología. C/Castillo de Alarcón, 49. Universidad Camilo José Cela, Madrid, España. E‑mail: fgordilloleon@hotmail.com
2. Universidad Nacional Autónoma de México (México)
3. Universidad de Salamanca (España)
4. Universidad Nacional Autónoma de México (México)