Ligar, desligar, religar: el lugar del analista
Delia Boragnio1, Gustavo Cantú.2
Universidad de Buenos Aires
Resumen
Este trabajo parte de un recorte clínico para plantear algunas preguntas relativas al lugar del analista en relación con las problemáticas que ponen en cuestión la tensión entre el eje intrapsíquico y el intersubjetivo. Se realza conceptualmente el lugar del objeto real en la constitución psíquica, en particular en la elaboración de los modos de intrincación pulsional y las formas de ligadura representacional. Se caracterizan algunas problemáticas clínicas que se manifiestan como formas de pensamiento evacuativas que no permiten la elaboración psíquica, y se interpretan a partir de las categorías de función desobjetalizante y trabajo de lo negativo, de André Green. Finalmente, se problematiza el rol del analista. Se sostiene que el encuadre clínico requiere del terapeuta los mismos procesos que intenta suscitar en el paciente: los procesos que Green denomina “terciarios”, que involucran la producción de nuevos modos de relación tanto con su mundo interno como con el otro en tanto sujeto singular.
Palabras clave: pensamiento clínico, función desobjetalizante, trabajo de lo negativo
Abstract
This article proposes some questions regarding the position of the psychoanalyst towards the problem of the relations between the intrapsychic and intersubjective axes. It is intended to characterize the role of the real object in psychic constitution, especially regarding Drive intricacies’ and its representational linking. Some clinical problems are described from the point of view of thinking modalities which are characterized as discharges and may be interpreted according to the desobjectalising function and the work of the negative proposed by André Green. Finally, the role of the therapist is questioned. It is proposed that the clinical framing requires from the therapist the very processes that he tries to produce in the client, which Green calls “tertiary processes”, that imply new forms of relation both towards the inner world and towards the other as singular subject.
Keywords: Clinical Thinking, Desobjectalising Function, Work of the Negative
Un recorte clínico
“Ese recuerdo (…) había reaparecido (…) primero como en un relámpago, sin ser todavía recuerdo sino únicamente un llamado de la memoria que le hacía saber que estaba acordándose de algo sin saber de qué.”
–Juan José Saer, Nadie nada nunca.
En una sesión, Lola le pregunta a Juan, su papá:
–¿Cómo se llama tu papá?
–No sé, le dice él. No lo conozco.
La niña le pregunta:
–¿Se murió?
–No sé, no tengo idea, no sé nada de él.
La pequeña insiste:
–Pero… ¿cómo?
Silencio…
La analista piensa: “Podría ponerle algún envoltorio a la respuesta, no ser tan cruel”.
Cruel… ¿para quién?
–Viste cómo es Dora (la abuela de Lola), te contesta cualquier cosa…
La niña la mira con un gesto mitad asombro y mitad “y… es así”.
La analista:
–Tu papá te está diciendo que no lo sabe porque no lo conoció y la abuela tampoco le dijo quién era su padre, no es que no quiere contarte, no puede hacerlo.
El material viene en crudo. Lo crudo de la clínica, lo crudo de la crueldad. Es interesante recordar que etimológicamente crudo viene de cruor (la carne despellejada y sangrienta). Lo crudo despoja, desestabiliza. ¿Violencia padecida, sufrimiento infligido y conformidad con ese padecer? Textos fragmentados, rotos, hecho astillas.
Cruel… ¿para quién? ¿Para la niña, para el padre, para la abuela? ¿Para la potencialidad vinculante? ¿Para el analista?
El lugar del objeto
El traumatismo puede no resultar solamente de un cierto exceso que se convierte en intolerable, sino que en algunos casos puede provenir de un déficit, de algo que se espera, pero no está. Podemos recordar lo que André Green conceptualiza como el síndrome de la madre muerta (Green, 1986). Se trata de una madre en cierta forma “distraída” con respecto a su hijo. No es que la madre esté muerta, sino que porta la muerte en ella misma y la transmite en su relación con el hijo, puesto que no está con él del modo en que amorosamente se esperaría que estuviera. Invadida, ya sea por la tristeza de un duelo difícilmente elaborable, o por problemáticas subjetivas propias, la madre está allí, pero no puede ofrecer al niño los recursos simbólicos y libidinales necesarios para su constitución psíquica, puesto que ella misma está atravesada por un proceso intrapsíquico de desinvestimiento, correlativo del desinvestimiento intersubjetivo con respecto al hijo.
Esto nos permite realzar el lugar del objeto real en la constitución psíquica, en particular en la elaboración de los modos de intrincación pulsional. Ya desde Freud sabemos que lo que cuenta para la intrincación pulsional es el objeto, específicamente el amor del objeto. En los casos límite nos enfrentamos justamente con carencias en el amor del objeto. Las funciones desobjetalizantes corresponden a las pulsiones de destrucción, y su característica principal es la desligazón. La desligazón impide la ligazón y el despliegue de las pulsiones de vida. Y esto es así porque el objeto tiene como una de sus funciones fundamentales la de intrincación: si el objeto es inaccesible, la desintrincación toma el lugar preponderante y la pulsión de muerte se libera (Green, 2014).
Tal como dice Luigi, el personaje de “Coloquio con la madre”, donde Pirandello lo describe magistralmente: “…te recuerdo, madre. Siempre te veo como estás ahora. Siempre te imaginaré como estás ahora, viva, sentada aquí en tu sillón, pero lloro por otra cosa. Lloro porque tú no puedes pensar en mí. Cuando estabas sentada aquí yo decía: si desde lejos me piensa estoy vivo para ella. Esto me sostenía y me confortaba. Ahora que estás ahí muerta y no me piensas más ya no estoy vivo para ti y no lo estaré nunca más”. Pirandello describe magistralmente el duelo del hijo por una madre que en otro momento fue sostén de sus propias investiduras narcisistas. No una madre muerta, sino una madre cuya investidura hacia el hijo cumple una función encuadrante para el hijo (“si desde lejos me piensa estoy vivo”). Hay una estructura de reflexión en la que el hijo se siente vivo cuando se piensa pensado por la madre: en eso consiste el sostén materno que falla en las situaciones en que el niño no se siente “pensado” por la madre, investido por ella, aún en vida.
Ligazón y desligazón
Descubrimos entonces una dimensión del pensamiento que no funciona en el padre de la niña, y es la transicionalidad en el sentido de Winnicott. Se trata de un pensamiento incapaz de producir ligaduras, puesto que funciona con una modalidad evacuativa, expulsando fuera del aparato psíquico los contenidos para evitar el contacto con ellos. En lugar de generar un enigma, una pregunta, una duda, el silencio de su propia madre con respecto a su origen genera desinvestimiento del propio pensamiento: anulación de la posibilidad de cuestionar e indagar, que interviene como modelo de relación con su propia hija al naturalizar el modo de funcionamiento del pensamiento de su propia madre (“Viste como es Dora, te contesta cualquier cosa”). De este modo evacúa contenidos de los que no soporta escuchar hablar, y por consiguiente, se impide de pensar. A diferencia de otros tipos de funcionamiento psíquico en los que esta situación produciría ligaduras, asociaciones, que bajo la férula del proceso primario producirían retoños de lo reprimido permitiéndonos acercarnos al núcleo de sentido que sostiene la resistencia, aquí podemos preguntarnos, ¿la problemática tiene que ver con la represión de ciertos contenidos representacionales ligados a su origen? ¿O se trata más bien de una modalidad de funcionamiento psíquico que ataca al pensamiento en sus posibilidades de producir ligaduras?
No es solamente el contenido displacentero lo que es negativizado, como en la represión, sino que toda la actividad psíquica es atacada en su funcionamiento. En eso consiste la crueldad y la crudeza: el padre expulsa de su psiquismo todo aquello que se encuentra imposibilitado de transformar por elaboración. Y en esa expulsión la hija es puesta en lugar de depositaria. Podemos recurrir al concepto de capacidad de rêverie con el que Bion (1985) explica la función del adulto. El dilema fundamental del psiquismo, según este autor, es intentar huir de la frustración por expulsión, o aceptar elaborarla. Los derivados de la percepción, que Bion llama elementos beta, no son aptos como tales para la elaboración psíquica de sentidos, sino solamente cuando pueden ser transformados en elementos alfa, que son los materiales de base del psiquismo y los que aseguran el funcionamiento psíquico. Pero esta función no se construye por sí sola, sino que se apoya sobre la capacidad de ensoñación del adulto, que devuelve al niño los elementos beta, pero metabolizados, transformados por su propio psiquismo adulto en elementos alfa, que como tales son metabolizables por el psiquismo del niño.
La lógica de la desesperanza
Vemos entonces de qué forma las concepciones que consideran lo intrapsíquico y lo intersubjetivo como ejes dicotómicos, introducen una diferencia artificial, puesto que ambas dimensiones se sostienen mutuamente. El eje intrapsíquico fue enfatizado por Freud, en tanto el descubrimiento del psiquismo inconsciente lo llevó a centrarse en los aspectos internos de los procesos psíquicos. Durante mucho tiempo se ha considerado en consecuencia que los síntomas neuróticos estaban ligados a procesos exclusivamente intrapsíquicos reducidos a conflictos interiores: angustia de castración, fantasías inconscientes, movimientos pulsionales, etc. De ese modo se comprendían las manifestaciones sintomáticas como creadas por la organización psíquica interna del sujeto, considerado como una entidad aislada. Pero a partir de autores como Winnicott aparece una comprensión más compleja de esta problemática. Winnicott sostiene que el psicoanálisis no ha tenido en cuenta suficientemente el rol del entorno real en la construcción del psiquismo del niño. Desde entonces, podemos conceptualizar no solamente las problemáticas que surgen del universo intrapsíquico individual, sino también aquellas que se constituyen en relación con las cualidades del entorno. No es lo mismo haber sido criado por una “madre suficientemente buena” que por otra con otras formas de funcionamiento. Y es que, en esos casos, el sujeto no sólo debe enfrentarse al conflicto con sus propias pulsiones (conflicto predominante en el funcionamiento que denominamos neurótico), sino además con las pulsiones del otro en tanto objeto.
Se constituye en esos casos una lógica muy diferente de la de los procesos primarios (fundada en el principio de placer/displacer, que es para Green una “lógica de la esperanza”, puesto que se funda en una promesa de placer que sostiene el deseo inconsciente). En esos casos es la desesperanza lo que predomina; el aparato psíquico no busca obtener el placer evitando el displacer, sino que la tendencia es a la desinvestidura. Cuando el padre de Lola afirma: “Viste cómo es Dora, te contesta cualquier cosa”, podemos realzar la ausencia de connotaciones y de afectos en su enunciación. No es lo mismo decir “Dora es mala” o cualquier otro calificativo que connote negativamente a Dora, o que manifieste el afecto displacentero que eso traería aparejado, que decir “Viste cómo es…”, dejando abierta la cuestión y a cargo del destinatario del mensaje su completamiento. El lugar del destinatario es reforzado como constitutivo del mensaje ya que está enunciado en segunda persona (“Viste”) y no en primera.
De ese modo, el yo no se hace responsable de las connotaciones que el mensaje pudiera implicar; responsable viviendo y habitando la experiencia en el espacio con ese otro, haciendo junto con él algo así como una doble operación: la de construir pensamiento y la de reflexionar acerca de dicha construcción. En lugar de construir lo común por oposición a lo propio, deja al otro a cargo en soledad. Es decir, que la frase implica un descompromiso subjetal; descompromiso que muestra su función en relación con la lógica de la desesperanza, ya que no existe expectativa alguna: Dora es así. El verbo ser marca la atribución de una cualidad inherente e inmutable sin perspectiva de cambio.
En el discurso del padre, la historia no solamente explica el presente, sino que va cerrando el futuro, atado a recuerdos inasibles que provocan malestar: no los puede atrapar, no los puede alojar y tampoco, aunque lo desearía, los puede borrar. Paradojas de la memoria…, porque recordar es advertir que nada ha de repetirse; pero otra repetición ocupará la mente, la de aquello que no se puede sacar de encima, como dice en un comentario del teatro de Kantor (Paredero, H., 1984): “¿Tenemos memoria, o es ella quien nos tiene a nosotros?”.
Ahora se nos aclara en qué consiste esa “crueldad” y “crudeza”, esa “carencia de envoltura”: faltan los lazos afectivos y subjetales que permitirían ligar la información que se da (o que no se da). Reduciendo a una simple carencia de información objetiva lo que alude a la incertidumbre y desamparo de su propio origen, el padre convierte la situación en un mero intercambio racional de datos (“No sé, no tengo idea, no sé nada de él”). Cadena de repetición transgeneracional, porque la mamá de Juan le señalaba distintos hombres en diferentes momentos como su “verdadero padre”, historia que también le habían contado “literalmente” con respecto al propio, tal como en los cuentos que se van transmitiendo de boca en boca: distintos personajes, padres en serie, para una misma historia.
Es la función desobjetalizante que actúa descualificando y desinvistiendo los objetos, quitándoles su carácter singular y único, convirtiéndolos en simples datos objetivos.
Desamparados, tanto la niña que no obtiene respuesta, el padre que no se la puede dar, como la terapeuta conmocionada en su lugar. La salida de esta situación de desamparo se logra través del acceso a la significación; el ataque a ésta conduce regresivamente a aquella. Entonces, ¿cómo lograr que el interviniente terapéutico no sucumba a la repetición?, ¿cómo no ser invalidado en la función?
Pensamiento, representación y ausencia
Ser condenado a olvidar es cruel, pero también lo es ser condenado a recordar siempre. Se contrapone la memoria necesaria y la exigencia de recuerdo cuando el recordar deja de ser útil y se torna imposición más allá de lo que requiere la situación, pero en este caso, la situación lo requiere… ¿Entonces?
Para que el pensamiento se constituya como una función elaborativa (no evacuativa) del aparato psíquico, se requiere en primer lugar una negativización de la percepción para construir representaciones. La pura presencia no permite representar, no permite pensar, puesto que el pensamiento implica simbolización de la ausencia.
La constitución del espacio interno se basa en la imposibilidad de presencia del otro, es decir, requiere de su ausencia; en cambio, el origen del vínculo se basa en la imposibilidad de ausencia del otro, requiere de esa presencia, aunque no de su permanencia. La presencia del otro no significa únicamente que está ahí, sino que su carácter fundante es la ajenidad inherente al vínculo con ese otro.
Esto nos conduce nuevamente al lugar del objeto en la constitución psíquica. El objeto no es algo simplemente externo que se adicione al sujeto, sino que tiene desde el comienzo una doble función: por un lado, la de estimular el movimiento pulsional, y por otro, promover la simbolización y la representación. La demora a la satisfacción se vuelve tolerable para el bebé cuando el psiquismo tiene acceso a otra escena, en la que reinviste las trazas mnémicas del objeto, que permiten la reedición alucinatoria de la satisfacción. Esto es posible en la medida en que el objeto real haya ayudado a crear lo que Green denomina una estructura encuadrante, que surge como espacio de la representación, gracias a la regulación de los ritmos de presencia/ausencia. Cuando esta dialéctica presencia/ausencia encuentra obstáculos en su constitución, la polaridad se manifiesta como intrusión/pérdida, siendo la intrusión un exceso de presencia y la pérdida un exceso de ausencia.
Así, la teoría de Green distingue dos vertientes de lo negativo: por un lado, el trabajo de lo negativo es fundamental para la constitución psíquica (pensemos por ejemplo en la represión, que permite negativizar lo pulsional para acceder al investimiento desexualizado de los objetos y modos de satisfacción culturalmente aceptados). Por otro lado, hay una dimensión desestructurante y destructiva de lo negativo. Una cierta dosis de destructividad no elaborable que puede manifestarse de cuatro modos principales: expulsión por el acto, expulsión somática, clivaje, desinvestimiento (Urribarri, 2013).
Tiempo(s) y espacio(s)
¿La aparición de ese recuerdo inasible, la actualización del pasado quiebra la posibilidad vinculante? ¿O aparece porque previamente se quebró el vínculo? Es decir, ¿la pregunta de la niña aparece en un momento de desvinculación con su padre? ¿O bien se alejan porque lo que retorna del pasado como repetición los distancia?
El bebé no solamente se corresponde con una imagen interna de la madre y/o el padre, sino que deviene alguien radicalmente ajeno. Cuando esta ajenidad es rechazada, el niño es amado si replica el mundo interno materno/paterno y se dificulta la inclusión de las diferencias, o incluso es odiado (en el extremo) si no lo hace. En la situación que analizamos, Lola resulta ubicada en una profunda brecha en el vínculo con su padre: ¿Es que la fuerza de la repetición y lo transgeneracional deja a Lola como “a predominio de la representación” que hace Juan, en desmedro de su ajenidad, sin preguntas nuevas ante su padre quebrando en ese momento la relación? ¿O es que se produce el quiebre por otra cuestión más actual y, ante la soledad en compañía, el pasado irrumpe con más fuerza? La lógica de la complejidad (Morin, 2000), que es en realidad una dialógica, nos permite incluir ambas posibilidades en una recursividad causal que las articula. El movimiento de desligazón es lo que anula la alteridad de Lola para el padre, puesto que el investimiento de la niña como objeto único, irreemplazable, llevaría a ligarse con su alteridad singular y pensar, por lo tanto, en formas de respuesta que la tengan en cuenta como un sujeto diferente y no como simple objeto de la repetición. Es el mismo movimiento desobjetalizante que lo lleva a la desligazón con su propio mundo interno, manifiesto en su actitud con respecto a su origen (“No sé nada de él”) y con respecto a su madre (“Viste cómo es…”).
Por eso, según Green “todo funcionamiento psíquico desarrolla dos órdenes de datos, uno que está en relación con el vínculo que el sujeto mantiene con el mundo que le es exterior, el otro que está en relación con sí mismo” (Green, 1986, p. 372). En lo intersubjetivo, el otro es fuente de placer, no sólo por su destino de objeto para estar dentro del yo, sino por permanecer afuera; no simplemente para ser reconocido por lo representado, sino para ser conocido como nuevo. Se ha de dar un lugar a la ajenidad del otro para no enloquecer/lo. Esa articulación requiere un trabajo psíquico particular que lo construye como otro sujeto (a la vez externo e interno), un movimiento de ligazón que recorta al otro como único y singular, a la vez que sostiene la investidura significativa. Un movimiento de creación de objetos nuevos. De ese modo comprendemos que en este caso no estamos frente a un conflicto de orden intrapsíquico entre deseo y defensa, sino que se trata de la articulación entre adentro y afuera: el conflicto está en el límite, en el espacio entre sujeto y objeto, en la tramitación intrapsíquica de lo intersubjetivo (que no se reduce a su simple internalización), y en las consecuencias intersubjetivas de lo intrapsíquico (que no se reducen a su mera proyección).
Si, como lo señala Green, pasado y presente pueden pensarse como ocupando una red reticulada donde, como en una estructura arborescente, los diferentes elementos se reverberan, y no como una secuencia donde tiempo y espacio quedan regulados, tal vez el pasado en la red arborescente no tiene valor en tanto pasado sino en tanto dador de sentidos contrastantes, en la multiplicidad de lugares de conjugación del tiempo, nunca construidos sin trabajo intersubjetivo, intrapsíquico, ¿interintrapsíquico?, con la aparición de un excedente que no estaba previamente, algo nuevo a lo que habrá que hacerle un lugar.
Las huellas o restos de experiencias que han quedado en espera de nuevos sentidos están al servicio de la resistencia, porque se inscribieron en vínculos que desaparecieron y a los cuales se intenta atribuir un sentido único, lejos del tiempo y espacio de realización de la subjetividad actual. Estos restos-reaparición, empobrecen la función subjetivante porque dificultan el conocimiento del otro, convertido en la repetición de un recuerdo.
Pensar clínicamente
“La ‘verdadera’ verdad histórica, por asombrosa que esta proposición parezca a los historiadores, no puede ser la verdad material. Pues, aún en el hecho material más trivial, ¿quién puede despreciar sin consecuencias la dramatización de la fantasía, el peso no solamente de lo que fue vivido sino deseado vivir, el efecto de la espera de respuestas suspendidas según la voluntad del otro, del registro furtivo de sus dificultades…?
André Green
Y el analista, ¿cómo interviene? ¿Cómo se organizan las secuencias rememorativas? ¿Cómo entrar sin desdibujarse y salir sin sentirse excluido? Tamaña tarea la del analista: si se desdibuja no puede intervenir, y si sale, queda por fuera del campo terapéutico. ¿Cómo pensar en un contexto situacional, cómo dar cuenta de una falta de ligadura? Incremento o desvío de la pulsión de muerte, él también puede quedar inhabilitado en su función. Si pudiera incursionar en la red arborescente, quizá pueda trabajar con el excedente que aparece y hacer lugar a lo novedoso.
Profundicemos en la intervención de la analista con Lola en la situación que nos ocupa: “Tu papá te está diciendo que no lo sabe porque no lo conoció y la abuela tampoco le dijo quién era su padre, no es que no quiere contarte, no puede hacerlo”.En primer lugar, la analista se dirige a la niña y no al padre. Es decir, que elige no interpretar al padre la relación con su propia madre, ni con el enigma referido a su propio padre, ni la relación con ella misma en términos transferenciales. Tampoco se preocupa por dilucidar la “verdad material” acerca del origen del padre. Pero la intervención, si bien está dirigida en lo manifiesto a la niña, también alcanza al padre, puesto que sitúa a la niña como sujeto y destaca las posibles interpretaciones que la niña pudiera haber hecho de lo que el padre dijo. De eso da cuenta la doble negación usada en la formulación de la intervención: “No es que no quiere contarte”, que pone en escena un pensamiento virtualmente presente en la niña (“Papá no quiere contarme”), inferido por la analista a partir de su implicación en la transferencia con ambos.
Esta intervención implica –a diferencia de los otros caminos posibles no elegidos por la analista– una centración en las posibilidades de objetalización del padre, una apertura a nuevas ligazones. Le muestra la posibilidad de “ver” de otro modo a su hija, como sujeto con sus propios pensamientos, sus propios sentimientos, en suma, su propio mundo interno, y otro modo de relacionarse con ella. La analista inviste a la niña como sujeto, ofreciendo al padre la posibilidad de poner en funcionamiento la función objetalizante, al mismo tiempo que señala por contraste la destructividad implicada en el modo en que el padre había contestado a su hija, sin connotarla negativamente sino resignificándola a partir de su propia “verdad histórica”.
Podemos considerar que el terapeuta queda implicado en el proceso clínico en tanto este se desarrolla en una interfase entre lo intrapsíquico y lo intersubjetivo. El terapeuta entonces no es un observador neutral sino un sujeto singular activamente productor de sentidos. De ese modo, el pensamiento clínico –lo mismo que todas las formas de pensamiento– tiene necesidad del afecto para animarse, y sin embargo al mismo tiempo debe mantener a raya el afecto para no dejarse desbordar. En esta paradoja se sostiene la tarea clínica. Porque sin implicación subjetiva, la tarea clínica no es posible, pero el investimiento y el compromiso del terapeuta corren el riesgo de anegarse en la dualidad con el paciente si no hay mediación de la terceridad, representada por el encuadre interno (Green, 2012) del terapeuta.
Ese es el efecto del encuadre interno del analista: se trata de un modelo de relación con su propio mundo interno y con el otro. Se trata de una interfase entre lo intrapsíquico y lo intersubjetivo, que –por la vía de su propio análisis– se constituye en una fuente de reflexividad abierta a la singularidad del otro, a su alteridad radical. La experiencia del análisis nos permite la aceptación y la escucha de las propias producciones inconscientes, es decir, de aquello de sí mismo que es ajeno, de nuestra propia alteridad interna radical, y es esta experiencia la que sostiene la posibilidad de simbolizar lo extranjero en sí mismo y en el otro. Esta matriz simbólica que es el encuadre interno permite, pues, el acceso a la alteridad.
De este modo, el desafío del profesional consiste en promover tanto en el paciente como en sí mismo ese tipo particular de racionalidad que emerge de la experiencia clínica, y a la vez es su condición de posibilidad: en favorecer los trabajos psíquicos que llevan a la constitución de ese encuadre interno capaz de sostener a la vez la investidura y la reflexión sobre la propia práctica y de garantizar la apertura a la singularidad del otro, a su alteridad radical.
El analista no pone en juego únicamente los procesos de comprensión lógica y deducción racional. De este modo comprendemos que el encuadre clínico requiere del terapeuta los mismos procesos que intenta suscitar en el paciente: los procesos que Green denomina “terciarios”, que permiten articular la racionalidad propia de los procesos secundarios con la movilidad y riqueza propias de los procesos primarios y la puesta en relación con lo escindido, lo inenarrable, para abrir el paso a una creación, creación que si se inscribiera en el inconsciente, podría dar lugar a la novedad como generadora de nuevas marcas en la subjetividad, generando efectos de verdad histórica.
Referencias
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Morin, Edgar (2000). “El paradigma de la complejidad” En: Introducción al pensamiento complejo. Barcelona: Gedisa.
Saer, Juan José (1994). Nadie nada nunca. Buenos Aires: Seix Barral.
Urribarri, Fernando (2013). Dialoguer avec André Green. La psychanalyse contemporaine, chemin faisant. Paris: Ithaque.
Zukerfeld, R. y Zonis Zukerfeld, R. (2002). Procesos Terciarios. Premio FEPAL, XXIV Congreso Latinoamericano de Psicoanálisis, Montevideo, Setiembre 2002
Notas
1. Carrera de Especialización en Psicoanálisis con Niños y Adolescentes del Colegio de Psicólogos de Morón. Provincia de Buenos Aires. E‑mail: deliacristinab968@gmail.com.
2. Carrera de Especialización en Psicopedagogía Clínica, Facultad de Psicología, UBA. Buenos Aires, Argentina. E‑mail: gstvcnt@gmail.com.