10. Familia: límites y posibilidades en la construcción de los vínculos intersubjetivos
María Consuelo Passos1
Universidad Católica de Pernambuco
Al parecer, existe cierto consenso entre los estudiosos acerca de que la construcción de los lazos familiares, en particular aquellos asociados a la paternidad, han contribuido en el surgimiento de algunos síntomas en el escenario de la sociedad actual, cuyas características se orientan hacia la fragilidad, discontinuidad y fragmentación de las relaciones. En este contexto, los lazos parentales como fundamentos de la estructuración psíquica del niño y de su subjetividad se han fragilizado, favoreciendo el surgimiento de algunos síntomas en el interior del grupo familiar. Son entradas relacionadas a una precariedad en las funciones parentales, en el ejercicio de la autoridad y en la formación de las referencias simbólicas de la familia, recursos indispensables en la maduración del niño y a la emergencia de las relaciones intersubjetivas en el grupo. Al mismo tiempo en que se verifican tales dificultades, se observa también que, en condiciones favorables, las demostraciones de afecto recíprocos organizan el grupo de forma consistente, en lo referente a los principios que rigen la psicodinámica del grupo y al desarrollo psíquico de cada miembro.
Esta aparente paradoja revela que la familia puede ser un lugar de resistencia a las imposiciones nefastas del ambiente y hace posible la creación y recreación de las condiciones de formación de las relaciones humanas en distintas perspectivas. Solidaridad, complicidad y respeto recíproco a las singularidades. Tales inquietudes atraviesan las reflexiones desarrolladas en este trabajo, que tiene como objetivo discutir la construcción de los lazos familiares, el empobrecimiento de las referencias simbólicas derivadas de estos lazos y la capacidad de este grupo de resistir las imposiciones externas capaces de generar los sufrimientos psíquicos contemporáneos. El debate de estas cuestiones puede contribuir no sólo para la clínica, sino también para las intervenciones realizadas por los agentes de la salud pública.
Palabras clave: Familia, resistencia, lazos de parentesco, sufrimiento psíquico.
Family: Limits and possibilities on intersubjetive linkages constitution
Abstract
It seems to be a consensus that family linkages constitution, especially regarding parenthood, have contributed to the emergence of some symptoms in contemporary society, which has as characteristics the fragility, discontinuity and fragmentation of relations. In this context, parental linkages are preoccupation for those who consider them to be ground for children´s psychological structure and their subjectivity, for vulnerable basis have produced individual and group suffering. This is about problems regarding parental functions, the exercise of authority and the conformation of family symbolic references, resources that are indispensable to children´s growth and to the emergence of intersubjetive relations within the group. As those difficulties are ascertained, it is also observed that, in favorable conditions, reciprocal affection investments organize the group with consistency, when it comes to the group´s psychodynamic principles and to each member´s development. Such paradox reveals that family can be a place of resistance to harmful outer impositions and can enable the creation and recreation of human relations shaping conditions in different perspectives; solidarity, complicity and reciprocal respect to singularities. These concerns permeate this work{s reflections, which has the aim to discuss family linkages constitution, symbolic references impoverishment and the group{s ability to resist outer impositions capable of generating psychological suffering. The debate on such issues can contribute not only to clinical practice, but also to public health agent´s interventions.
Keywords. Family, resistence, linkages, parenhood, psychological suffering.
Consideraciones previas
Desde que el patriarcado perdió su hegemonía como modelo sociocultural, la familia viene siendo reinventada a partir de distintas configuraciones. Ese movimiento de la familia, al mismo tiempo en que se amplía el espacio de las relaciones amorosas, sexuales y procreativas, dificulta el delineamiento del mismo, a veces, tornándose difícil la diferenciación entre un grupo familiar y otras formas de grupo. Esas transformaciones también trajeron consigo una flexibilización en su marco relacional, una mayor plasticidad en la formación de sus parejas internas y de los lugares de cada miembro y, en consecuencia, una especie de crisis de sus referencias simbólicas. Todo eso conduce hacia la búsqueda de nuevos parámetros que nos permitan una mayor aproximación de los modelos actuales de relación familiar.
La economía de intercambios psíquicos responsables de la constitución de los lazos es una referencia que hace posible la aproximación del complejo de relaciones que organiza la familia actualmente en sus diferentes facetas. Los lazos parecen configurar el elemento central que organiza toda modalidad de familia. En este sentido, son ellos los que fortalecen los subsidios para que podamos delinear las funciones de un grupo familiar, conceptuarle y distinguirle de cualquier otro grupo humano.
Su formación depende de los intercambios de afecto intragrupo, los cuales son metamorfoseados permanentemente a partir de las demandas subjetivas y sociales que surgen de acuerdo con las singularidades de cada familia. Así, se vuelve cada vez más difícil el abordaje de esos intercambios, sobre todo, en el contexto de las relaciones parentales, responsables de los fundamentos primarios de la constitución psíquica del niño.
Las transformaciones procesadas en las instancias parentales, conyugales y fraternas han repercutido y, a veces dificultado, el cumplimiento de las funciones de cada una de estas parejas, que son: cuidar, educar y socializar a sus miembros. Al mismo tiempo, es posible decir que, no obstante los problemas que ocurren ahí y las desilusiones suscitadas por tales dificultades, la familia aún es un refugio contra la amenaza de desintegración para el potencial de resistencia de este grupo, en el sentido de que en él es donde las nuevas modalidades de socialización pueden surgir, a modo de preservar condiciones fundamentales de humanización, como solidaridad, complicidad y respeto mutuos.
Aunque, es necesario considerar que nada de eso ocurre sin la eclosión de grandes conflictos en su interior. Tal contradicción será objeto del debate que se sigue.
La construcción de los lazos en tiempos de turbulencia
El espacio psíquico de la familia se constituye a partir de los intercambios de afecto, y éstos, por su parte, de manera simultánea, hacen posible la emergencia de los sujetos y de las relaciones intersubjetivas en este espacio. Por lo tanto, es dentro de este contexto donde ocurre el procesamiento de los lazos, dando origen a las relaciones paternas, fraternas y de sustentación de la conyugalidad. Estos lazos actualmente han sido confrontados con una serie de peculiaridades relacionadas al “mal estar” del mundo actual. Varios autores han llamado la atención sobre algunas evidencias de sufrimiento psíquico y hasta de enfermedades físicas, propiciado por los sujetos, tanto en el interior de la familia como de en otras formas de socialización. A este respecto Kães (2005; p. 53) afirma:
“Yo evocaría la transformación de las estructuras familiares y el rompimiento de los lazos intergeneracionales, la notable transformación en las relaciones entre los sexos (destacadamente en el estatus de la mujer); la transformación de los vínculos sociales, de estructuras de autoridad y de poder; y la confrontación violenta resultante del choque entre culturas. Todas esas transformaciones ponen en duda las creencias y los mitos que aseguran las bases narcisistas de nuestra pertenencia a un conjunto social.”
En ese sentido, transformaciones en las modalidades de pertenencia a los grupos sociales, desestabilizan las relaciones intersubjetivas, repercutiendo en la salud psíquica de los sujetos, exigiendo de éstos el uso de defensas para un retorno eventual al equilibrio.
La pregunta que aquí nos inquieta es, si las bases narcisistas que sustentaban la pertenencia a la sociedad no están más afinadas con sus finalidades, ¿Cuáles son las nuevas bases generadas por las circunstancias y exigencias del mundo de las relaciones en donde vivimos? ¿Cuáles fuerzas que, impuestas por el ambiente, exigen posturas no siempre compatibles con las condiciones internas inherentes al proceso de maduración psíquica? ¿Cuáles de los recursos psíquicos grupales e individuales son necesarios a una resistencia a las adversidades impuestas por el mundo externo? No hay aquí la intención de responder a tales cuestionamientos, sin embargo, se considera fundamental problematizarlos.
Antes de continuar, es necesario considerar que las transformaciones generan un debilitamiento en las legitimaciones de nuestras bases de sustentación, más de manera simultánea fueron creando otros pilares, no necesariamente sólidos, ni tampoco coincidentes con las demandas del sujeto, más aún así son fundamentos. Estos nuevos pilares tampoco surgieron a partir de la eliminación de los antiguos, lo que nos hace creer que los nuevos desarrollos conviven con los antiguos. La paternidad, por ejemplo, como el principio que instaura la cadena intergeneracional en la familia e instaura la base del psiquismo en el niño, se ha modificado cada vez más, sin embargo, muchos de los elementos que la sustentan permanecen. En primer lugar, son los vínculos primarios formados a partir de los intercambios punsionales recíprocos que fortalecen el substrato para tal pertenencia. Se trata de un principio universal cuyo sentido puede ser concebido de formas diferentes, sin que haya, por lo tanto, negación de su estructura. Convive, por lo tanto, con la creación de nuevas formas de paternidad. Dentro de éstas podemos citar la monoparentalidad y la homoparentalidad, que son innovadoras desde el punto de vista de sus composiciones y formas de expresión de los afectos, mientras mantienen algunos principios de relación y de pertenencia. En otras palabras, estas familias casi siempre tratan de mantener los patrones de funcionamiento clásico, en términos de paternidad y de conyugalidad.
Con relación a nuestras bases narcisistas, Kães (2005) parece afirmar que éstas vienen sufriendo ciertas limitaciones, en la medida en que los principios de pertenencia también están amenazados. De hecho, esas bases narcisistas solo pueden madurar si hay un otro –en principio la madre- para ofrecer como elemento primario de sustentación de la omnipotencia infantil, el fundamento del narcisismo primario. Para Winnicott (1993) es confirmada la ilusión infantil de todo ser y todo tener que la madre crea las condiciones para que el hijo se refleje en su rostro y construya el entorno entre ambos. Se encuentra ahí la matriz de pertenencia a un determinado lugar. La consistencia de esa matriz depende de qué tan armoniosa fue la relación primaria madre-hijo, en el sentido en que necesita fortalecer los recursos para que el niño no solo se afilie a un grupo de origen, es como se diferencia de sus semejantes y conquista una autonomía con la cual resistirá las imposiciones nefastas que la vida en el futuro le pudiera hacer.
Al respecto, Lebrun (2008) crea una noción que le es muy cara, a la cual denomina de “incompletud consistente”, o sea, la necesidad original del bebé de situarse en el mundo a partir de un otro que sustente su desamparo, exigiendo la presencia consistente de una madre que marque, de esa forma, la limitación del niño. Al mismo tiempo, en que ella adquiere una pertenencia social, inicia su proceso de humanización basada en una red de lazos, tejida inicialmente, en el espacio de la familia.
Así, las transformaciones, aunque radicales en ciertos casos, no eliminan del escenario las formaciones paternas y familiares antiguas. Mientras tanto es necesario considerar que, sean cuales fueren las modalidades de vínculos, ellas exigen, para la consecución de los principios de pertenencia, que haya legitimidad de las referencias y de los límites entre los sujetos y sus funciones en el grupo. Esto significa que esas referencias son indispensables para con el grupo y, sobre todo, para que cada individuo se constituya como sujeto frente de otro que le precede.
Es necesario, por lo tanto, observar que la constitución de los vínculos depende de una legitimación consistente de las referencias que deberán ofrecer al niño las condiciones de posibilidad para su madurez psíquica. Surgen aquí algunos problemas, señalados por diferentes críticos de la sociedad, por ejemplo Bauman (2004), preocupado con esas evidencias, sugiere que hoy los vínculos ya nacen fragilizados, una vez que se construyen en una sociedad individualista en la cual son privilegiadas las demandas de consumo individualista de cada sujeto. Esto quiere decir que el consumo desenfrenado de hoy circunda la vida de todo ciudadano que invierte ahí como forma rápida, más eficaz, de contener sus excesos punciónales. Tal comportamiento revela el inmediatismo como intento de salida de la angustia incontenida, dadas las condiciones precarias que tiene el sujeto de sustentar esos excesos.
Siguiendo esa misma dirección crítica, Lipovetsky (2007) evoca las contradicciones inherentes a la avidez en la búsqueda de satisfacción relacional que caracteriza nuestros tiempos. Para él, se da la individualización de la familia ya que, por un lado puede fortalecer los vínculos afectivos dentro del propio grupo, y por otro lado, favorece las decepciones y amarguras en las diferentes parejas del grupo. Dicho de otro modo, el aumento de las expectativas en las relaciones privadas genera también un incremento de las insatisfacciones y exacerban los conflictos internos, principalmente cuando se trata de la renuncia que los países hacen del ejercicio de sus funciones junto a los hijos. Desde este punto de vista, es posible entender que el regreso a la familia no significa que sus funciones internas estén aseguradas, y que el grupo promueva la contención de sus miembros llevándolos a un autocontrol y al niño para completar una posición singular frente a un otro. En nuestra sociedad individualizada, esa condición de completar se encuentra amenazada, en la medida en que los vínculos mal realizados dificultan la presencia del otro. Ponen en evidencia así, compromisos no sólo en los vínculos sino también en los propios procesos de subjetivación.
El debate que señala las experiencias vividas en las transformaciones de los vínculos contemporáneos es complejo e interminable, por lo tanto, para no condenarlas a priori, es necesario que observemos si tales transformaciones responden a las solicitudes inherentes a las distintas redes de socialización, las cuales evidentemente, necesitan de cierta movilidad. Para Lipovetsky (2007; p. 80) “la sociedad contemporánea es una sociedad de desorganización psicológica que se refleja en el proceso de refortalecimiento subjetivo permanente, mediante una pluralidad de propuestas que permiten revivir la esperanza de la felicidad”. Así, es necesario observar –sin prejuicios- en qué medida esa flexibilidad y fluidez de los vínculos repercute en los procesos de subjetivación que tienen su origen en la familia, asociándolas, o no, a las formas contemporáneas de sufrimiento psíquico.
Vínculos de paternidad y grupo familiar como soporte para la creación del sujeto
Lascondiciones de precariedad, tanto física como psíquica, que originan al bebé le tornan totalmente dependiente de otro cuidador que le propicie las condiciones de sobrevivencia. Para que esto ocurra es necesario que este otro se identifique con él y consiga adaptarse a sus necesidades, ofreciéndole los cuidados por medio de los cuales obtiene no solamente la satisfacción física sino también los recursos psíquicos para dar continuidad a su maduración. Es a partir de estas condiciones que la madre se torna el primer objeto de amor del bebé, creando con él una línea de continuidad de los intercambios de afecto que tuvieron inicio durante el embarazo. A partir de ahí el niño también será recibido por el padre, que necesita reconocerlo como hijo(a) y así ampliar su red de afecto. Están así creadas las condiciones para su inserción en la cultura. La experiencia subjetiva de tornarse padre presupone un proceso en el cual es necesario que el sujeto reviva el tiempo y lugar en que fue hijo(a), necesita ahora crear para sí la posición de padre/madre, constituyendo un nuevo eslabón en la cadena generacional, en la cual necesita también reevocar a sus padres y atribuirles posiciones de abuelo y abuela. Se trata, por lo tanto, de una realineación donde se debe preponderar la recreación de la historia de cada sujeto (Darachis, 2000).
Todo ese proceso –demasiado complejo- es indispensable para la creación del lugar y funciones de padre y madre, sin olvidar que ambas construcciones se inician antes del nacimiento del niño y prosiguen en sus primeros años de vida con la participación activa de éste. El niño convoca a los padres a iniciar el proceso de paternalización que en su estructura presupone el deseo de procrear, la capacidad de resignificar sus experiencias primarias como hijos, la identificación como hijos desde los primeros momentos de vida del niño y, la posibilidad de que ambos se nombren recíprocamente. Sin esa dinámica, subsiste sólo un lazo biológico y/o social entre padres e hijos.
Las distintas formas de reproducción existentes en la actualidad revelan que el recurso biológico es sólo una de las posibilidades de procrear. Adoptar psicológicamente al niño, o sea investirlo como hijo(a) es insertarse como él en una cadena generacional, es, por lo tanto, el fundamento principal para la configuración de las relaciones parentales. En la ausencia de esas condiciones, no habrá padres y, en ese caso, es necesario crearlos, buscando personas que deseen asumir ese lugar.
Es fundamental reconocer en el niño una capacidad para movilizar elementos constitutivos. Ocurre que, muchas veces, al tratarlos, el niño encuentra el vacío el cual intenta llenar con los pocos recursos psicológicos que tiene. Agotando esos recursos, pasa a actuar en el ambiente sin que sus fuerzas de autocontención hayan madurado. Esas fuerzas dependen, sobremanera, de la presencia de los otros (madre y padre) que, sustentando los excesos pulsionales del niño, dejan a éste ejercer poco a poco su propia contención. Esos son los primeros ejercicios de la ley de paternidad cuya eficacia permite al niño crear sus límites frente al otro y madurar su posición subjetiva con la cual se hará un nuevo eslabón en una cadena de varios otros.
La creación de esa ley interna depende, sobre todo, de una legitimación de las figuras que la representan, particularmente de los padres. Esto significa que el niño pasa a ser regulado por instancias y valores propios de la relación paterna. En esas circunstancias, el niño debe responder a los designios de los padres y éstos necesitan dar cuenta de las demandas de los hijos, sustentando las tensiones y conflictos inherentes a los límites que deben ser impuestos en esa relación. Una vez asimiladas, junto a esas figuras, las leyes adquieren un sentido simbólico y pasan a regular los intercambios del niño con el mundo, sin que sea necesaria la presencia real de las figuras originales. La simbolización así comprendida presupone un contexto en el cual la asimilación de muchos de los objetos del mundo y sus nominaciones, son independientes de la presencia concreta de esos objetos. Los compromisos en esa función podrán hacer difícil la internalización de la ley y la convivencia con los límites necesarios para el reconocimiento de sí mismo y del otro, condiciones que hacen posible la inserción del niño en la red de intersubjetividades.
Carencia de referentes simbólicos y sufrimiento psíquico
Actualmente se comprueba el debilitamiento de los referenciales simbólicos, lo que ha suscitado dificultades de inserción del niño en el mundo de la cultura y de las relaciones intersubjetivas. Eso significa que el niño ha convivido con múltiples referencias y objetos destituidos de autoridad. Tal ampliación ha dificultado la maduración del niño ya que éste no necesita de tantas, sólo de aquellas figuras que se ofrecen como objeto de identificación y, por lo tanto, como modelos primarios a ser seguidos en sus primeros años y recreados a lo largo de toda su vida. Cuanto más inmaduro es el niño, mayor será la importancia de esas referencias para soportar sus angustias, sus excesos pulsionales, y favorecer la creación de un espacio propio de contención de sí mismo. Resumiendo, el niño necesita de alguien con quien poderse identificar y adquirir las condiciones de madurez necesarias para su autonomía. Él necesita depender de ese alguien y a partir de ahí, conquistar paulatinamente su relativa independencia en el mundo.
Todo eso requiere que las funciones dentro de la familia sean claras y operacionales. Una mujer que no acoge al hijo o le reconoce como tal, no se vuelve madre, así como un padre que no ejerce su autoridad y su prerrogativa de establecer límites en la relación madre-hijo, no realiza el proyecto de la paternidad. Un padre sin función paterna no está involucrado con su hijo y por eso dispone de éste para cualquier cosa, inclusive para violentarlo. ¿No sería ésta una cuestión a ser pensada cuando se trata de pedofilia, tan perversamente frecuente en la actualidad? Esa es una reflexión sugerida por Lebrun (2008) que también llama la atención para la necesidad de que pensemos en la autoridad paterna como producto de un conjunto de relaciones que la sustenta. Él dice:
“…Es necesaria una convivencia, o mejor, un entendimiento, aunque tácito, para que el padre sustente ese no en ´cuanto autoridad´. Es necesario que todos, o casi todos, tengan en común la misma ficción…. En suma, para que la función paterna funcione es necesario, por lo menos, una condición que esa función esté respaldada en una construcción, en un montaje simbólico. La consecuencia de esa proposición es evidentemente que, si ese montaje queda caduco, la función paterna no funciona más o no funciona muy bien” (p. 267).
Las referencias sugeridas en el párrafo anterior hacen mención respecto a las figuras paternas primarias, mas éstas no son las únicas que necesita el niño, es posible hablar también de la familia en su carácter grupal, y de la escuela como institución responsable de la implementación y ampliación de la vida social y cultural del niño. Éstas igualmente viven crisis de autoridad y sus funciones respecto a los niños necesitan de resignificaciones. En el caso de la familia, aunque ella permanezca como un lugar primario de pertenencia del sujeto, sus funciones han sido evacuadas, dando lugar a experimentaciones que no siempre atienden las demandas de formación de sus sujetos. Dicho de otra manera, y resaltando que no son las innovaciones por sí mismas las que corrompen sus funciones, es necesario considerar que éstas necesitan ser ejercidas tomándose en cuenta los sentidos e idiosincrasias de los lugares y posiciones complementarias de cada miembro. Cada sujeto del grupo tiene una función frente del otro y la ausencia de esa inter-función perjudicará la emergencia de las subjetividades en el grupo.
Aunque para Lebrun (2008) la carencia de los referentes de simbolización vienen interfiriendo como una característica actual que repercute en la maduración del niño. Para ellos, la no concentración de las referencias primarias, aunada a la falta de legitimación de la autoridad, contribuyen al empobrecimiento del universo simbólico. Además de eso, esto también sería una respuesta al mundo eminentemente mercantil y pragmático en el cual vivimos. Frente a la concretud del mercado y de las estrategias de sobrevivencia que éste impone, no cabe que pensemos en la representación del mundo vía sistema de símbolos. Tal comprobación tiene repercusiones importantes en los procesos de subjetivación que dependen, sobremanera, del ajustamiento a un sistema simbólico. Es ese sistema que permite al niño experimentar la falta y el llegar a ser como elementos indispensables para su constitución. La ausencia o empobrecimiento vendría del consumo de objetos y de relaciones, incapaces de sustentar la angustia inherente a la falta original.
Al reflexionar sobre esas cuestiones Birman (2007) sugiere que, tanto el empobrecimiento de los procesos de simbolización como la fragilidad de los intercambios narcisísticos primarios, suscitan perturbaciones en las cuales el pasaje al acto domina la regulación psíquica, promoviendo descargas sobre el cuerpo y la acción. Esas perturbaciones aunque tengan un mismo origen, se manifiestan de formas muy distintas y son casi siempre identificadas por una precariedad en los límites de las relaciones intra e intersubjetivas. Todas ellas parecen indicar, por lo tanto, efectos de un prolongado desamparo original, produciendo defensas sobre la forma de violencia contra sí mismo y contra el otro.
El paso al acto señalado por Birman (2007) parece coincidir con algunas quejas de los padres que se dicen incapaces de contener la voracidad de los hijos, cada vez más entregados al consumo desmedido, sea de McDonald’s, de Internet o de marcas. Más hay también los hijos que forman parte del círculo del trastorno por déficit de atención e hiperactividad (HTDA), cuyos síntomas revelan niños agitados, inquietos que se tornan incapaces de controlar sus impulsos y terminan comprometiendo al niño de los límites que marcan sus relaciones intersubjetivas. No es posible negar el carácter somático de algunas de estas manifestaciones, pero tampoco podemos negar el hecho de que la inquietud de esos niños puede originarse de una insuficiencia del apoyo emocional que los padres deberían de ofrecer.
Una mirada sobre lo cotidiano de las relaciones con los padres parece indicar que, en muchos casos, los hijos exigen la permisividad de sus padres. Conscientes de la vulnerabilidad de éstos, ellos imponen de forma perentoria sus solicitudes y no dejan espacio para ser contrariados. Casi todo se pasa en un escenario en el cual todos los actos son dirigidos por los hijos, teniendo a los padres como actores coadyuvantes. Siguiendo ese razonamiento, Lebrun (2008) afirma que los niños actúan como si cobrasen a los padres una factura adicional por haber cumplido con sus ideas de procreación. Como si dijeran, “ya que me quisieron tener, ahora carguen con mis caprichos”. Para el autor:
“Hoy, padres e hijos son invitados a negociar contratos, lo que para algunos es muy democrático mas no conduce con las premisas de una autoridad educativa. En el caso de las relaciones paternas es necesario que se vaya más allá del contrato. ¿De qué naturaleza entonces es ese vínculo que va más allá del carácter contractual? Solo podemos definirlo como si resultase de un pacto, esto es, de una relación que incluye en su sello la negatividad, la sustracción de alegría que cada una de las dos parejas aceptó y que hace de ellos seres humanos, en otras palabras, seres sometidos a una ley que va más allá de ellos, de la cual ninguno es propietario y no está a la disposición de ninguno” (p. 187).
Es necesario resaltar que la formulación de los pactos exige –por parte de los sujetos involucrados- el enfrentamiento de las frustraciones ocurridas de las faltas y los sufrimientos suscitados por las no realizaciones y dolores de las pérdidas y rupturas. Surge entonces el inconveniente, ni los hijos abren la posibilidad del gozo total, ni los padres aguantan el no satisfacerlos. Ecuación infalible para que los padres abandonen sus posiciones y las solicitudes de los hijos se conviertan en imperativas. Así, en vez de ejercer su autoridad, los padres adoptan la seducción en sus relaciones con los hijos, haciendo uso, muchas veces, de ofertas desmedidas de consumo material como forma de obtener respuestas a sus determinaciones. Ahora, toda seducción tiene un precio y éste será cobrado, en facturas difíciles de ser pagadas.
De esta manera, el pasaje al acto ya referido, parece directamente asociado a la precariedad de la autoridad paterna que, por su parte, está relacionada con la fragilidad de las referencias simbólicas. Esa forma de funcionar revela que tales circunstancias desfavorecen la emergencia de una condición estructural e instrumental para enfrentar los excesos pulsionales, que necesitan ser contenidos. En esas circunstancias, los individuos son regulados por los propios impulsos, lo que, naturalmente, dificulta la vida relacional e impone algunos síntomas y sufrimiento, derivados, en gran parte, de la imposibilidad de llevarla a enfrentar los intercambios con el otro. Los fracasos y las repeticiones en las relaciones amorosas, el uso abusivo de aditivos como forma de alineación y de escape de los conflictos, el consumo exacerbado de bienes materiales como intentos de llenar el vacío de sí mismo, son algunos de los recursos defensivos utilizados contra la imposibilidad de auto-contención.
Además de esto, algunos estudios (Eiguer, 2000; Passos, 2007; Parseval, 2008) señalan que la ausencia de lazos paternos y, por lo tanto, de otro como principio de reconocimiento de los(as) hijos(as) y del lugar que éste(a) debe ocupar en la cadena familiar, puede dar origen a un sufrimiento psíquico generador de violencia, dirigida a sí mismo y/o al mundo externo. Esa violencia también estaría asociada a las acciones, como resultado de la imposibilidad de una elaboración simbólica. En este caso, los individuos estarían actuando como una única forma de expulsar la fuerza pulsional, cuya meta no fue posible alcanzar. Así, un acto de violencia trae consigo no sólo una imposibilidad de simbolización, sino también la emergencia de impulsos en un flujo que el sujeto no fue capaz de contener.
Resistir es necesario: observaciones finales
Comprender las repercusiones de distintas formas de ser de la familia actual y las posibles dificultades que este grupo revela en relación con la construcción psíquica de sus miembros, es un gran desafío para los estudiosos del tema. Se parte de la premisa de que el fin de la hegemonía del modelo patriarcal dio margen a una reinvención de los intercambios afectivos en el interior de la familia, teniendo como efecto una proliferación de modelos, cada cual con su singularidad, aunque en el plano general continúen sustentados por algunos principios organizadores de ese grupo, como: la economía psíquica de los intercambios; la formación de los vínculos intersubjetivos que organizan los lugares de cada miembro; la constitución de la paternidad y el reconocimiento del niño(a) como hijo(a); el lugar del niño en la cadena familiar; y la creación de los referentes simbólicos asociados al ejercicio de la autoridad paterna.
De este modo, las nuevas configuraciones de la familia se forman a partir de una estrecha relación entre estos organizadores y las imposiciones sociales traducidas de formas distintas en los procesos de subjetivación que ocurren en cada grupo. Es en el límite entre esos dos contextos que se sitúan las líneas de tensión, propias a la reacción de un funcionamiento familiar responsable de la emergencia del sujeto psíquico. Es también ahí donde se hace posible comprobar las dificultades inherentes a las demandas de constitución de los vínculos afectivos y de socialización, en una sociedad donde ellos ya se tornan efímeros, frágiles y descontinuados.
Frente a estas constataciones, creo que es posible que pensemos en una estrecha asociación entre las dificultades en la relación padres-hijos y los problemas relacionados con la violencia desmedida, el uso de drogas y la criminalidad, que imperan en la actualidad. Se trata de una relación mucho más compleja, que exige análisis cuidadosos, y, principalmente, una mirada humanista que –más allá de los discursos teóricos y metodológicos- haga posible a los profesionales de la salud observar las condiciones que un niño necesita para humanizarse. Sin duda, la precariedad del ambiente familiar y, principalmente, el desamparo de los niños en lo que concierne a sus demandas de salud psíquica son fuentes incisivas de sufrimiento y de “estrategias de sobrevivencia”, responsables por las violencias individuales y colectivas. Mientras tanto, es necesario tomar en cuenta que los padres son eslabones de una cadena familiar, en la cual otros sujetos están involucrados y son responsables, conjuntamente, del niño y de sus historias. Sin que eso signifique pérdida de singularidad.
Así, es necesario tomar en cuenta que, no obstante los grandes prejuicios a la salud psicológica traídos por las pésimas condiciones de cuidado ofrecidas a los niños por parte del grupo familiar, es posible reconocer que hay en él, un potencial para resistir y revertir este nuevo orden que, en muchos contextos, responsabiliza a la familia por todos los sufrimientos a que estamos sometidos. En primer lugar, ella comporta una fuerza vital capaz de soportar las adversidades externas a partir del potencial humano que da resistencia a cada uno de los miembros. Esta fuerza adquiere este sentido a partir de una articulación entre los sujetos que los torna singular y plural al mismo tiempo. Además de esto, hay en ella una capacidad de transformarse, el que nos permite pensar, por un lado en la flexibilidad para reinventarse, pero también para hacer posible que sus miembros –a partir de los lazos de afecto constituidos- puedan encontrar salidas para los conflictos y elaboren sus sufrimientos relacionales. Estas condiciones colocan a la familia en la capacidad para enfrentar sus adversidades internas y sus relaciones problemáticas con el mundo externo, sin destruirse.
Aquellos que interpretan tales turbulencias como la derrota de la familia, Ferry (2012; p. 291) envía el siguiente mensaje:
“Para más allá de las apariencias y de la lloradera habitual sobre el ´todo está acabado´ o la ´familia está en peor situación que nunca´ –las familias desunidas, reorganizadas, monoparentales, etc.-, verdad es que el único lazo social que se profundizó, se enriqueció e intensificó en los últimos dos siglos fue lo que une a las generaciones a partir de la experiencia familiar. Tengo certeza de ser en ella y sobre todo, a partir de ella que aparecen nuevas formas de solidaridad en el resto de la sociedad.”
Con este enunciado el autor deja patente el sentido de resistencia que estamos afirmando y también nos llama la atención para su carácter paradójico en la medida en que ella tanto es capaz de revertir los dictámenes de la sociedad, como también de expresarlos de forma conservadora. Todo parece depender de los arreglos internos en la economía de los vínculos que vuelven a los sujetos capaces de vivenciar los conflictos interrelacionales, pero también de resolverlos, como ya fue mencionado. Aún Ferry (2012; p. 291):
“…como nuestros semejantes, nos disponemos a salir de nosotros mismos y admitimos la trascendencia del otro, o sea, reencontramos o recuperamos el sentido del sagrado yo, simplemente, un sentido, y es a partir de eso que descubrimos poder también movilizarnos por causas que afectan las generaciones futuras.”
Tomará tiempo que estas reflexiones favorezcan el trabajo de los profesionales de la Salud Pública, llevándolos a observar en sus planes no sólo las cuestiones relativas al proceso de paternidad, sino también, las condiciones físicas y emocionales necesarias para la maduración de los niños. Aunque no siempre las realizaciones de las Políticas Públicas de Salud aborden la problemática psíquica de las relaciones familiares, estas políticas han sido sensibilizadas y conducidas hacia esta dirección. Es necesario, sin embargo, la implementación de trabajos que privilegien un acercamiento entre padres e hijos, que tomen en cuenta las imposibilidades de los padres para asumir sus funciones y la posibilidad de transformar tal condición. Y aún, que formen cuidadores capaces de dotar de recursos psicológicos a los niños en situación de desamparo. Todas estas son cuestiones inherentes a la creación de los vínculos, indispensables para la maduración y la salud psíquica.
Referencias
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Birman, J. (2007). Laços e desenlaces na contemporaneidade. Jornal de Psicanálise, São Paulo, 40 (72), 47-62.
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Eiguer, A. (2000), Filiation ou lien filial? In Le divan familial – Blessures de la filiation. Revue de thérapie psychanalytique, Paris: Press Éditions, no.5/automne.
Ferry, L. (2012). O Anticonformista – uma autobiografia intelectual. Rio de Janeiro: Difel.
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Lebrun, J. P. (2008). A Perversão Comum – viver juntos sem outro. Rio de Janeiro: Campo Matêmico.
Lipovetsky, G. (2007). A Sociedade da Decepção, Barueri: Manole.
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Winnicott, D. W. (1993). A família e o desenvolvimento individual. São Paulo: Martins Fontes.
Notas
1. Doctora en Psicología Social por la PUC-SP, investigadora de psicoanálisis de la familia, psicoanalista del Posgrado en Psicología Clínica de la Universidad Católica de Pernambuco. Correo‑e: mcpassos@uol.com.br