Sobre el uso del concepto de construcción social en la investigación psicológica
Armando Gutiérrez Escalante1; María Emily Reiko Ito Sugiyama2
Facultad de Psicología, UNAM
Resumen
En el presente trabajo pretendemos clarificar el uso del concepto de construcción social en la investigación psicológica. Se encuentra dividido en tres segmentos. En el primero, se ejemplifica cómo pueden ser entendidos los agentes infecciosos como productos de un proceso de construcción social. En el segundo, se presentan algunos usos incorrectos del concepto. En el tercero, finalmente, se propone un uso adecuado y se sugieren los análisis del lenguaje, los estudios culturales, y la Historia, como herramientas útiles en la investigación desde una perspectiva construccionista.
Palabras clave: construcción, social, construccionismo, psicología
Abstract
In the present work we pretend to clarify the use of the concept of social construction in psychological research. It is divided into three segments. In the first, it is exemplified how infectious agents can be understood as products of a process of social construction. In the second, we expose some misuses of the concept. In the third, finally, an adequate use is proposed, and language analysis, cultural studies, and history are suggested as useful tools in research from a constructionist perspective.
Keywords: social, construction, constructionism, psychology
Introducción
Si hace un par de cientos de años una persona acaudalada hubiera caído en cama con dolor de cabeza, fiebre y malestar general, hubiese podido costearse atención médica especializada. Un médico juicioso y bien educado, egresado de una institución prestigiosa, y previamente informado de los síntomas, hubiera acudido a casa del paciente observando cuidadosamente el clima y la orografía del lugar, se fijaría en la ubicación de la casa del paciente en relación con los vientos y el curso del Sol, en los materiales con los que fue fabricada, en las grietas y fisuras no recubiertas; pondría sus manos sobre las paredes y suelos; calaría la temperatura, coloración y viscosidad del agua que consume; registraría minuciosamente cocinas y despensas valorando los alimentos. Terminada su inspección, se informaría sobre el carácter de paciente, averiguaría si acostumbra pensar en demasía, si se molesta con facilidad o tiende a la melancolía; si ha dormido de más o si, por el contrario, es incapaz de dormir; inquiriría por el momento del año en que comenzó el padecimiento y, sólo entonces, se acercaría al paciente para constatar los síntomas.
Si el paciente no fuera muy dado a la reflexión, un buen médico de aquel entonces sabría que es necesaria una sangría. Si, por fortuna, fuese primavera, sería posible hacer un corte en la sien para extraer unos doscientos mililitros dos veces al día, después de una comida fuertemente condimentada. Si fuese invierno, habría que emplear sanguijuelas, que son costosas pero desangran más lentamente, y habría que prepararle algún caldo para que la temperatura del cuerpo se equilibrase.
El médico habría obrado de este modo porque la medicina partía de un modelo del cuerpo que hoy llamamos teoría humoral. Un modelo atribuido a Hipócrates de Cos, cuya escuela se inició en el siglo V a. C., y que perduró hasta la segunda mitad del siglo XIX de nuestra era.
La teoría humoral era una suerte de “biologización” de las explicaciones filosóficas sobre el universo: hacía de los organismos vivos un microcosmos (Martínez Hernández, 2011). Muchos filósofos presocráticos pensaban que las cosas están compuestas por un amasijo de cuatro elementos primordiales: agua, fuego, tierra y aire. Cada entidad poseía una naturaleza o physis caracterizada por una cierta proporción de dichos principios. Estos principios poseen cualidades contrapuestas: la tierra es seca y el agua es húmeda; el fuego es caliente y el aire es frío. Cuando de los organismos vivos se trata, estos principios toman la forma de cuatro humores: sangre, flema, bilis negra y bilis amarilla. Los humores no son propiamente una extrapolación de los elementos; se trata, antes bien, de la combinación de dos de ellos: la sangre es caliente y húmeda, la flema es húmeda y fría; la bilis amarilla es seca y caliente, y la negra es seca y fría (Alby, 2004). Como cualquier objeto, las personas poseen también una naturaleza resultada de la mezcla de los humores, y poseen, además, un temperamento que los caracteriza, producto de la predominancia de un cierto humor: mientras que los sanguíneos tienden a la furia y los flemáticos lo hacen al pensamiento (García Valdecasas, 1991). La enfermedad, en este modelo, es producto de un desequilibrio de los humores; y la práctica médica se enfoca en la recuperación del equilibrio.
Los síntomas descritos al inicio de esta introducción, particularmente el aumento de la temperatura en la cabeza, sugieren que un humor cálido se está acumulando en la cabeza, la sudoración característica de la fiebre implica un exceso de humedad, por tanto el humor desequilibrado es la sangre y es necesario extraerla. Pero la práctica médica no se limitará a esto, pues el médico debía estar al pendiente de todos los factores ambientales, temperamentales y nutricionales del paciente (Pérez Tamayo, 2003).
En la actualidad, difícilmente un médico se presentaría como partidario de la teoría humoral. La teoría dominante en la actualidad es la llamada teoría infecciosa de la enfermedad, según la cual, las enfermedades son producto de agentes externos. El modelo que hace del cuerpo un microcosmos ha sido sustituido por uno más austero en el que el cuerpo tiene forma de una ciudad en guerra permanentemente contra intrusos de toda índole. Cinco agentes son responsabilizados por las enfermedades infecciosas: parásitos, hongos, bacterias, virus y priones. Si el paciente con el que iniciamos este apartado llamara un médico el día de hoy, éste ya no se preocuparía por el ambiente o el temperamento del enfermo: trataría de determinar el agente microscópico que ha invadido el organismo provocando en éste, una serie de reacciones de defensa, como la elevación de la temperatura corporal, y mecanismos de contradefensa como la sudoración, que permite reducir el calor generado.
Ahora bien, la existencia de los microorganismos infecciosos es, claramente, un hecho y quien la niegue puede ser acusado, con razón, de ignorancia o mirado con sospecha. Aventuremos, no obstante, una serie de lucubraciones sobre el desarrollo de la biotecnología y contemplémoslos bajo una nueva perspectiva.
Proyectémonos un par de cientos de años en el futuro e imaginemos un mundo en el que la ingeniería genética ha alcanzado un desarrollo aún más impactante que el actual. Poseemos un conocimiento preciso del código genético de cada organismo conocido y somos capaces de manipular no sólo la expresión genética sino aún su conformación molecular. Supongamos que la biotecnología del futuro nos ha permitido diseñar escáneres nanométricos que, a manera de enzimas, recorren rápidamente las hebras de ácidos nucleicos que encuentran a su paso, detectando anomalías en el código y enviando señales a un sistema inmunológico artificial que se encarga de desintegrar, plegar, nulificar o impedir de alguna manera su expresión.
Imaginemos, ahora, que alguna peculiaridad del código genético hace necesarias dos técnicas diferentes de neutralización de segmentos de código genético. Llamémoslas, simplemente, técnica alfa y técnica beta. Con la técnica alfa se puede inhibir la acción de algunos priones, virus, bacterias, hongos, parásitos y algunas enfermedades no infecciosas resultadas de la expresión de genes heredados; mientras que la técnica beta inhabilita los restantes, tal vez, los mutados o aún no codificados, ¿qué pasaría con nuestra clasificación actual?
En el ámbito de la biología, probablemente nada; pero en el ámbito de la medicina, pensar en términos de agentes infecciosos dejaría de ser funcional. Lo que tendríamos en su lugar serían anomalías genéticas alfa y anomalías genéticas beta. Si la enfermedad dejara de ser entendida como infección, el modelo de ciudad asediada dejaría de hacer sentido y sería sustituido por otro, más acorde con lo que en ese momento se viva; aparecería un modelo con metáforas nuevas, posiblemente, computacionales: la gente asistiría a escaneos, se haría lecturas, se recodificaría o incluso podría resetearse.
Pensemos ahora en una sociedad expuesta a cientos de años de escaneos y cuyas vidas y salud dependen de lecturas y recodificaciones de códigos alfa y beta; sólo podría entender la existencia de los microorganismos como una curiosidad de antaño, como partes de la medicina primitiva sin relación alguna con sus vidas; algo similar a lo que ocurre hoy cuando la gente trata de entender las pestes medievales. Las futuras generaciones se verían en dificultades para entender qué enfermedades considerábamos resultado de la infección por virus y cuáles por bacterias, y recriminarían a sus maestros enseñarles cosas que no sirven para nada: nuestros agentes infecciosos se habrían convertido en nuestros humores: entidades difícilmente comprensibles producto de una antigua manera de entender el cuerpo, la salud y la enfermedad, y de practicar la medicina. Los agentes infecciosos existen, sin duda, pero existen de la misma manera que existieron los humores: en relación con nosotros, con la manera como pensamos, con la manera como conceptuamos, con la manera como percibimos, con nuestras prácticas, con nuestras interacciones y con las potencialidades de nuestros lenguajes; es decir, son construcciones sociales.
Usos inapropiados del concepto de construcción social
El construccionismo es una teoría sobre la naturaleza de la realidad que sugiere que la realidad es como es porque nosotros somos como somos (Ibáñez García, 2001). El concepto de construcción social hoy se ha generalizado; en las ciencias sociales es casi omnipresente, aunque, las más de las veces, se emplea inapropiadamente.
Un error común es entender la construcción social como antítesis de lo biológico, como si la realidad se clasificara en objetos socialmente construidos y objetos o procesos anatomofisiológicos o resultados de la evolución. El error es, probablemente, resultado de las críticas construccionistas a explicaciones neolamarckistas del hacer humano. Pero el construccionismo parte, más bien, de una relativización de la realidad a las potencialidades sensoriales humanas y sus extensiones tecnológicas (McLuhan & Powers, 1989).
El ejemplo clásico son los colores; los objetos son, verdaderamente, de colores; pero únicamente tienen colores porque poseemos la capacidad de percibir colores, si el humano no poseyese esa cualidad los colores no formarían parte de nuestra realidad. Del mismo modo, explica Ibáñez García (2001), hay objetos asibles y objetos inasibles, pero ésta no es una característica inherente a los objetos, poseen esa cualidad porque nosotros podemos asir. No existe una característica física de los objetos que no sea relativa a alguna de nuestras potencialidades sensoriales, a sus extensiones y a nuestras características y posibilidades corporales.
Pero ¿es posible percibir objetos inexistentes? Lo es. En el caso de nuestro ejemplo, los humores resultaban perceptibles: el aumento de temperatura y la sudoración eran muestras claras de un humor cálido y húmedo; los temperamentos flemáticos eran notoriamente distinguibles de los melancólicos o los iracundos, y las enfermedades de temporada y epidemias, demostración férrea de la influencia del clima en las enfermedades, cuando no se contaba con el concepto de contagio. La diferencia estriba en aquellas sensaciones y aquellos aspectos de la realidad en las que nos focalizamos para sostener nuestras explicaciones sobre los fenómenos, en los modelos que dan coherencia y sentido a nuestras percepciones, y el acuerdo grupal sobre la legitimidad de nuestras explicaciones; y no en la percepción o en el objeto mismo (Potter, 1996).
Otro uso erróneo del concepto de construcción social es como sinónimo de aprendizaje. En el ámbito psicológico se escucha con frecuencia esta acepción cuando se contraponen conductas innatas y socialmente construidas. El error es, quizá, de las deconstrucciones de aspectos de la vida anímica como los sentimientos (Boiger & Mesquita, 2012), la identidad (Bruner, 2004; Gergen, 1992) o procesos cognoscitivos como la categorización o el pensamiento mismo (Shotter, 1993).
Pero el construccionismo no parte de esa distinción; innato y aprendido son, ambos, conceptos empleados para explicar fenómenos conductuales y, en tanto conceptos, se consideran construidos: poseen una historia, se inscriben en tradiciones epistémicas y se emplean con ciertas intencionalidades en discursos específicos. Por otro lado, el concepto de aprendizaje no es idéntico al de construcción, dado que en la construcción, el sujeto es partícipe de lo elaborado. No se trata de algo que la sociedad crea y el sujeto incorpora, sino de una edificación conjunta entre el sujeto y aquellos y/o aquello con quienes interactúa. Este problema, hay que decirlo, es más propio del constructivismo que del construccionismo, y ha sido profusamente discutido durante décadas.
Vinculado con lo anterior, un tercer uso inapropiado del concepto es como sinónimo de imaginado: pareciera que cuando alguien afirma que algo es socialmente construido significa que aquello no existe sino en la imaginación de la gente. Es bastante usual que cuando alguno cuestiona la naturaleza de la realidad, su interlocutor, airado, pretenda estrellarle la realidad en la cabeza. Cuando uno afirma que las sillas son un constructo, y que son relativas a nuestras posibilidades anatómicas, lo que dice es que si no tuviéramos la capacidad de flexionarnos las sillas no existirían, y no que las sillas sólo existen en nuestra imaginación.
En el mismo sentido, socialmente construido suele ser erróneamente empleado como sinónimo de falso. Como si al afirmar que una teoría o una explicación sobre algún aspecto de la realidad es una construcción social, se estuviera negando la veracidad de la misma.
Este asunto es un tanto más complicado de zanjar pues, si bien desde el construccionismo no se suele afirmar que las teorías son falsas, sí se afirma que son teorías; que una explicación es una explicación, y un concepto es un concepto; es decir, nuestras formas de entender el mundo y nuestras formas de conocer no pueden ser tenidas por verdades absolutas e incuestionables, y plantearlas de ese modo conlleva necesariamente un ejercicio de poder (Íñiguez Rueda, 2008). Estas afirmaciones suelen propiciar rispideces entre quienes se posicionan como construccionistas y quienes lo hacen, aunque no siempre de manera consciente, como cientificistas. Quizá la contradicción más áspera en este sentido sea la que se plantea entre una realidad objetiva y una realidad socialmente construida; la primera se presenta como una realidad incuestionable, independiente del observador, cognoscible a través de la observación sistemática, el registro minucioso y la experimentación; la segunda aparece como una realidad relativa, deformada y viciada por las particularidades del observador.
Construccionistas, como Tomás Ibáñez (2001), cuestionan esta distinción preguntándose si es posible que exista algo así como una realidad independiente del observador; y si algo así existiese, ¿cómo sería? Evidentemente, no podría poseer ninguna de las cualidades que, en función de nuestras propias características, nosotros le atribuimos. Una realidad de este tipo sólo podría ser supuesta, no puede ser ni pensada y, desde luego, no puede ser observada. Se trata de una realidad metafísica, que nunca nadie ha visto, sobre la que no se puede afirmar nada, que no se puede conocer y que, por tanto, no puede fungir como criterio de aceptación de afirmaciones.
Aquello que llamamos realidad objetiva es una realidad igualmente observada y, por tanto, relativa al sujeto observador. Originalmente, la objetividad científica era más un llamamiento a la honestidad: al registro de las cosas tal y como se observaron en las situaciones experimentales, pese a que lo observado se contrapusiera con los valores o creencias del investigador. No se trataba de un criterio de irrefutabilidad, ni mucho menos de una constatación incuestionable de una verdad absoluta.
El asunto no sería tan problemático si quienes defienden la explicación científica fuesen conscientes de los principios que, en un inicio, la guiaron. Como explicaba Bertrand Russell (1935/2000), el conocimiento científico no puede entenderse como un conjunto de dogmas incuestionables: se encuentra en constante revisión y cuestionamiento; genera verdades inacabadas y provisionales; de ahí que, con independencia de la cantidad de evidencia que se aporte para sostener una afirmación o un conjunto de afirmaciones, éstas nunca dejan de ser teoría.
Como prolíficamente han evidenciado Ludwig Fleck (1935/1986) y Thomas S. Kuhn (1962/2004), los modelos epistemológicos de los que parten las explicaciones científicas cambian con el tiempo: los “hechos” dejan de serlo cuando cambiamos de “paradigmas” o bases axiomáticas. Lo mismo ocurre con los grupos a los que pertenecemos y con quienes investigamos, los cuales son determinantes en la construcción de los hechos en las ciencias. Por lo anterior, la contradicción entre construcción social y verdad científica nos parece resultada, en mayor medida, de una distorsión o una banalización del concepto de verdad científica, y de los principios de objetividad y escepticismo, más que una antítesis real.
El último uso erróneo que revisaremos aquí es la construcción social como legitimación del individualismo. Este error es particularmente común cuando se discute la llamada “posmodernidad”. Desde finales de la década de los sesenta, del siglo pasado, los investigadores construccionistas han argumentado que los criterios a partir de los cuales determinamos y valoramos lo bello, lo bueno, lo justo, lo placentero, entre otros, son producto de un proceso de construcción, sostenidos de distintas maneras por instituciones educativas, mercantiles, políticas, gremiales, entre otras (Berger & Luckmann, 1968/2003). Numerosos teóricos, particularmente en el campo de la sociología, han sugerido un auge del individualismo (Lipovetsky, 1983) y una crisis de valores producto del fin de los grandes relatos (Lyotard, 2000); es decir, ante el fracaso de los modelos económicos y humanísticos modernos. Como resultado de la “muerte” de los ideales, las sociedades se han volcado al hedonismo (Maffesoli, 1990), y un consumismo irreflexivo, al que llamaron posmodernidad (Jameson, 1984). La desilusión para con los grandes sistemas económicos, la desconfianza en la capacidad de las instituciones, el triunfo del capitalismo, la exacerbación del individualismo, y el corrosivo cuestionamiento a los criterios de valoración de la modernidad han propiciado una suerte de anhelo de emancipación de los criterios institucionales, que parece cimentarse en el concepto de construcción social. El razonamiento subyacente es que si el criterio de apreciación es socialmente construido, uno no tendría por qué apegarse al mismo y el individuo se encuentra, por tanto, igualmente legitimado para valorar con su propio criterio.
Ahora bien, aunque hay ciertos dejos de razón en esto, el argumento tiene algunas fallas: ante todo, sea cual sea el criterio que emplee el individuo para valorar, éste no dejará de ser una construcción social, primero, porque lo ha construido en interacción con otros, segundo, porque ha empleado las herramientas desarrolladas por su sociedad para hacerlo: lenguaje y categorías socialmente construidas; y tercero, porque es la misma sociedad la que legitima la validez, relevancia o interés de su criterio. Las sociedades actuales tienden cada vez más a delegar en el individuo las decisiones intrascendentes, y si podemos pensar que nuestro juicio es tanto o más valioso que el institucional, eso se debe a que, a nivel global, las sociedades han propiciado la emergencia de esa opinión. Aunque el sujeto participa activamente en la construcción de la realidad, no es el individuo, en última instancia quien determina la realidad. La realidad no es lo que una persona piense que es: es lo que creamos mientras hacemos cosas juntos, mientras discutimos y pensamos en conjunto; es lo que sentimos y percibimos, negociamos, imponemos, enseñamos, mostramos, deducimos, explicamos y, en suma, compartimos, mientras nos relacionamos.
La investigación construccionista
Si la construcción social no es nada de lo dicho, ¿qué es lo que hace una investigación construccionista? Bien, dado que el construccionismo es una teoría onto y epistemológica sobre la naturaleza de la realidad, en la que ésta aparece como un producto emergente de nuestras potencialidades físicas, lenguajes y maneras de entender el mundo, generada en la interacción; y cuya base es el no-esencialismo (Cabruja, Íñiguez & Vázquez, 2000); se entenderá que su objetivo es la deconstrucción de la realidad.
El construccionismo toma un objeto cualquiera e indaga la manera en la que se le hace aparecer en ámbitos específicos de la actividad humana. Si regresamos a nuestro ejemplo inicial, el investigador construccionista podría tomar los humores como objeto de estudio. Deconstruir los humores implica sumergirse en la práctica médica de la antigüedad, tratar de comprender las bases filosóficas de las que los médicos abrevaron para formular el concepto; la manera en que la teoría se llevó a la práctica y cómo fue desarrollándose a lo largo de la historia; qué correcciones se hicieron a la teoría y por qué; cómo fue articulándose con otras teorías y formas de entender el mundo en aquel entonces; en qué aspectos de la realidad se centraron los médicos; qué observaban cuando hacían un diagnóstico; cómo fue legitimándose la teoría; cómo se enseñó a otros; cómo se mantuvo una cierta ortodoxia teórico-práctica; de qué manera las interacciones humanas permitieron el sostenimiento del concepto durante más de dos mil años, etc.
La herramienta construccionista básica es el estudio del lenguaje, de ahí que se acuse con frecuencia a sus teóricos de plantear una realidad lingüística. Aunque esto no es así, el lenguaje es el campo de estudio más frecuente. Los estudios enfocados en las maneras en que los objetos se crean a través del lenguaje son bastante comunes. Uno puede plantearse, por ejemplo, por la construcción de un político en los medios de comunicación, observar qué términos se emplean para describirlo, con qué hechos se le asocia, qué aspectos de sus discursos se destacan, y cuáles de sus acciones son descritas y cuáles omitidas.
Los hechos noticiosos son objetos frecuentes en los análisis. La manera en que se relata y describe un hecho, el uso de adjetivos y estrategias retóricas, la forma en que se estructuran las oraciones, en fin, los agentes a los que se atribuye causalidad. Las argucias que permiten describir un hecho ocultando al enunciante haciéndolo aparecer como verdad han sido abundantemente estudiados, tanto en los Medios como con los hechos científicos (Billig, 2014). Pensemos en nuestros agentes infecciosos y el sistema inmunológico, ¿realmente hay una guerra ahí?, ¿es el cuerpo humano una ciudad bajo asedio permanente o es sólo un uso metafórico? Si es metafórico, ¿por qué esa metáfora?, ¿qué implicaciones tiene para con lo que hacemos y la manera como vivimos la enfermedad el conceptuarlo de esa manera?, ¿cómo aparece el médico ante el paciente y qué tipo de interacción se genera por conceptuar la enfermedad de esa forma?, ¿qué repercusiones macrosociales tiene el uso de esas metáforas?, ¿qué repercusiones, incluso, para con la biotecnología y la ingeniería médica?
Los objetos, ya se ve, emergen de intrincadísimas redes del hacer humano, y mientras más cercanas nos son, más difícil es desentrañarlas. De ahí que, además del lenguaje, la investigación construccionista cuente con dos herramientas invaluables: el tiempo y el espacio. Tiempo en sentido histórico y espacio en un sentido cultural. La historia y los estudios culturales enfrentan al investigador con una realidad distinta de la suya. Estas diferencias le permiten cuestionarse más fácilmente la naturaleza del objeto que estudia y, en ocasiones, revelan las instituciones, discursos y normas implicados en su emergencia y sostenimiento. Por supuesto, ni el Lenguaje, ni la Historia, ni los estudios culturales son herramientas suficientes sin un cambio de actitud ante el objeto que se estudia. Primero, las entidades deben entenderse como lingüísticamente delimitadas e inscriptas en redes léxicas y narrativas dadas. Las palabras que designan a los objetos no son meros rótulos superpuestos a entes invariantes, son constitutivas de los mismos y los posicionan en tradiciones epistemológicas y redes conceptuales específicas, los caracterizan y les dan una determinada fisionomía. Segundo, las entidades que estudiamos no pueden entenderse como históricamente o culturalmente invariantes, no hay un amor o una sexualidad que se manifiesten de manera indistinta en cada cultura o en una misma sociedad a lo largo de la historia, cada colectividad posee sus propias entidades, y cada entidad ha sido producto de un proceso histórico específico. Tercero, una de las mayores dificultades a las que se enfrenta el investigador construccionista es la llamada interpretación whig de la historia (Butterfield, 1931/2012), esto es, la historia entendida como progreso o mejora, omitiendo los contextos teóricos en los que los objetos se gestan. La perspectiva construccionista busca comprender los objetos en los contextos específicos del hacer humano en los que emergen, actúan y se sostienen, y de ningún modo tratar de denostar el pasado o sustentar la validez del conocimiento actual.
Conclusiones
La difusión del concepto de construcción social ha conducido a usos descontextualizados de la teoría en la que se generó, y que llevan a interpretaciones de los fenómenos que no pueden ser consideradas construccionistas. La construcción social no debe ser entendida como antítesis de lo biológico, lo innato o lo real, ni como sinónimo de lo aprendido, lo falso o lo imaginado; tampoco es una justificación de la subjetividad individual. El construccionismo es una teoría sobre la naturaleza de la realidad en la que los objetos emergen de nuestras capacidades sensoriales y perceptuales, nuestras potencialidades físicas, las maneras como nos explicamos el mundo, y el lenguaje en ámbitos específicos del hacer humano, mientras interactuamos. La investigación construccionista busca comprender la emergencia de estas entidades, descubriendo las redes conceptuales, líneas discursivas, haceres y ámbitos de interacción social, en los que se generan y por medio de las cuales se sostienen. Para ello, cuenta con herramientas como las distintas formas de análisis discursivo y de la narración, la historia y los estudios culturales. Conocer el sentido y las herramientas con las que cuenta esta perspectiva nos permite realizar investigaciones mejor enfocadas y emplear los conceptos teóricos con mayor precisión.
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Notas
1. UNAM, Facultad de Psicología. E‑mail: moyokoyani@comunidad.unam.mx
2. UNAM, Facultad de Psicología. E‑mail: emily@unam.mx